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Hay un relato de García Márquez (que acabo de notar que no está incluido en la edición de cuentos completo de Debolsillo, no hay manera entonces de que estén completos) titulado Algo muy grave va a suceder en este pueblo.
El resumen es sencillo: «He amanecido con el presentimiento de que algo muy grave va a sucederle a este pueblo». La sucesión de hechos que terminan con el pueblo en llamas parten de ese presentimiento que va contagiando a la gente del pueblo hasta llevarlos a la profecía autocumplida.
El cuento me recuerda (aunque debe ser a todas luces posterior) una escena de La estrategia del Caracol. En ella, el legendario Gustavo Calle Isaza —el paisa interpretado por Luis Fernando Múnera— como parte de la distracción en aquel día del desalojo cuenta la historia de Santa Sofía del Darién y la noticia de la llegada al pueblo del capitán Montoya y como a ese pueblo lo mató el miedo que sembró aquel rumor.
Un rumor.
Van ocho días de las elecciones en Venezuela. Las elecciones las ganan los que cuentan los votos, solía decir mi papá. Es evidente, a todas luces, que quienes contaron los votos en Venezuela no son gente apta para las matemáticas… ni para la democracia.
La jornada electoral venezolana sirvió, de nuevo en las voces de los mismos de siempre, para empezar a regalar miedo. A esparcir rumores. «Eso es lo que quiere Petro para Colombia», clamaron unos. «¡Pilas con el 2026!», gritaron otros. «Están preparando el fraude aquí», concluyeron —deprisa y sin pruebas— unos más. Esparcir rumores, digo; regalar miedo, repito.
«Enfrente tengo un espejo que da un reflejo distorsionado que no soy yo», canta Kevin Johansen. Les habla a argentinos y uruguayos, pero para nuestro caso, el otro lado del espejo, el reflejo distorsionado es Venezuela.
Desde que Hugo Chávez Frías ganó las elecciones en Venezuela en 1998 hasta el día de hoy, han pasado cinco lustros. Hay quienes llevan ese cuarto de siglo gritando al viento que Colombia se va a volver como Venezuela. Lo gritaron también en el Brasil de Lula, en el México de López Obrador, en la Bolivia de Evo Morales, en el Ecuador de Correa.
Para mal y para bien, Colombia sigue enfrascada en su tragedia de ser Colombia. Y Brasil sigue siendo Brasil y México México y Bolivia aún es Bolivia y Ecuador, ahora emproblemada con los narcos, sigue siendo Ecuador.
Cada uno con sus particulares historias sociales y políticas que impiden que el repetido y manido argumento sea lo que ha sido siempre: una ficción política, un trampantojo, una exacerbación del miedo, un ardid para convencer a despistados.
Que no se confunda nadie en lo que estoy diciendo. El gobierno actual, para decirlo con eufemismos, no ha sido bueno. Para decirlo con menos palabras: ha sido malo. Sus logros son exiguos y sus errores, garrafales.
Pero un mal gobierno no es sinónimo de tiranía. Gustavo Petro lleva más de treinta años participando dentro de las reglas de nuestra democracia, que con sus imperfecciones y debilidades logró resistir el embate de quien sí —aprovechando su popularidad, las mayorías en el Congreso (impuestas en parte por el paramilitarismo) y un beneplácito de varias instituciones— quiso eternizarse en el poder.
Las falsas equivalencias entre Venezuela y Colombia, para gritar a los cuatro vientos que Petro quiere acabar con la democracia aquí, en este pedazo de tierra que llamamos país, son cuando menos, exageradas; cuando más, tramposas y ruines, pues se valen de la tragedia de un pueblo para hacer proselitismo.
Hay quienes les creen ya y repiten lo mismo hasta volverlo viral. Hay quienes, sin evidencia, están convencidos de ello y se levantan un día sí y otro también, deseando que se haga realidad su deseo. Prefieren eso a cualquier acierto de Petro. Y hay quienes saben que mienten, pero no les importa, porque están revolviendo las aguas para salir a pescar lo que están buscando. Esos son los peores.
Otros escritos de este autor: https://noapto.co/mario-duque/