Dolores infinitos

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Cuando era chiquita, pensaba que todo dolor tiene tratamiento, todo tiempo trae consigo curitas, y que aunque queden cicatrices, así como pasa con nuestro cuerpo físico, no se seguirá sintiendo el dolor para siempre.

Adoptamos a Isla cuando vi una historia de Instagram de Amalia Uribe, a quien conocí porque también es columnista de No Apto. Resumiré la historia diciendo que cuando llegó a la casa, después de que la mamá aceptara adoptarla en un impulso empático, estaba desnutrida, descaderada, con parásitos en la sangre y con garrapatas y pulgas en las orejas.

Tenía además la piel cubierta de cicatrices, unas en la cara, otras en las patas y otras en el torso. Había tenido por lo menos dos partos, y aunque yo la conocí en mayo, cuando llegué a Medellín después de terminar el segundo semestre de la universidad, seguía oliendo a podrido.

Le daban miedo los bates del papá, las escobas, las trapeadoras. Se erizaba cuando le acariciaba el lomo o cuando me ponía los zapatos, porque me imagino que ya le habían pegado con todo. A pesar de todo ese sufrimiento, y del miedo que me imagino sintió cuando llegó a Medellín, nunca me ha pelado los dientes. Fue la última adoptada entre el grupo de ella y sus cuatro cachorros, y cuando la separaron del último, de Capitán, la mamá me cuenta que se quedó aullando toda la noche, y que saltó la ventana de la casa para perseguir el carro en el que se llevaban a su bebé. 

Hoy dudo en llamar a Isla una perrita feliz. Sí, es una perrita que no es maltratada. Mueve la cola cuando le hablo, y la mamá le sirve el cuido con pollito e hígado desmechado porque sabe que le gusta. Aprendió a jugar con otros perros y creo que también supo con el tiempo que podía confiar en nosotros. Aprendió de su hermana Uma que cuando suena el timbre debe ladrar, aunque sepa quién está detrás de la puerta.

Pero la mirada de Isla sigue siendo (y creo que siempre será) triste. Aunque ya tiene pestañas y le crecieron bigotes porque ya no se muere de hambre, aunque no tiene que rebuscar entre las sobras de la basura de la gente, cuando Isla me mira siento el dolor que vivió. Detrás de sus ojos amarillos, que deberían ser felices porque son del color del sol, cálidos y amables, hay una cortina de tristeza que, aunque ya no es desesperada, sigue ahí, latente.

He estado pensando en el dolor del alma desde que mi hermano se volvió a enfermar. No lo había notado, pero en los cinco años que separaron una cirugía de la otra, la mamá seguía poniéndose de mal humor alrededor de la fecha de la primera cirugía de su hijo. La mamá seguía poniéndose rara, melancólica diría, cuando se acercaba el cumple-cirugía de Jaco, y aunque le cantaba a mi hermanito con dulzura y esperanza, también lo hacía con miedo e incertidumbre.

Yo también he vivido momentos dolorosos, que me han hecho querer arrancarme el corazón. El más extremo de todos es sin dudar lo vivido con mi hermanito, pero también he tenido situaciones que cargo conmigo no como medallas de un reto superado, sino como una punción en el alma, constante. No tan intensa como lo fue inicialmente, pero real.

Hay dolores que sí son infinitos, y es parte de nuestra condición trágica aprender a vivir con eso. Isla sigue cojeando porque su cadera nunca funcionará como debería; la mamá sigue poniéndose de mal humor cuando se acerca el 6 de junio. Cada persona carga consigo dolores que, aunque esté contradiciendo el dicho popular, no pueden ser curados con el tiempo, ni con la familia, ni con amigos, ni con momentos felices ilimitados.

Todos debemos aprender a llevar estos dolores en nuestra intimidad, de nosotros con nosotros. Porque nadie podría imaginarse lo que sentimos, porque nadie podría siquiera ponerse en nuestros zapatos. El dolor es muy nuestro, es muy privado, es completamente inexplicable.

Nadie sabe lo de nadie, nos decimos constantemente. Y es cierto. Nadie sabe la condición familiar, ni económica, ni las bases políticas ni sociales que tiene nadie, porque no hay manera de saberlo por completo sin haberlo vivido. Y es inútil suponer, porque muchas veces, como creo pasa en el caso de Isla, la realidad supera la imaginación.

Por eso escojo vivir no sólo sabiendo que no sé lo de nadie, sino también reconociendo que no tengo por qué. El vivir lo que he vivido me hace empática conmigo, y creo que de ahí parte la empatía externa. Hay dolores extremos e infinitos, tristezas inexplicables, que son diferentes para todos. De ahí parte la magia. De ahí parte la humanidad.

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/salome-beyer/

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