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Son las doce del día. Me siento un poco mareado. No sé por qué. No estoy respirando bien. Debo respirar hondo, no puedo abandonar la reunión. Inhala. Cinco segundos. Exhala. Es otra vez la ansiedad; debo controlarla. Iré al baño un segundo.
Pido permiso y salgo de la oficina. Mis manos tiemblan, definitivamente no estoy respirando bien. ¿Por qué me pesa la cabeza? No me duele, pero la siento pesada, parece hinchada. No logro ver bien. ¿Por qué de nuevo la ansiedad?
Entro al baño. Cierro la puerta. Me quedo de pie. Intento respirar. Mis manos tiemblan mientras tomo el celular para revisar la notificación que acaba de llegar. Un correo más que me anuncia descuentos. Lo pongo en silencio y lo guardo de nuevo en mi bolsillo. ¿Estoy vivo? ¿Por qué me siento en un sueño? Creo que nada de esto es real, me tengo que despertar. Abro bien los ojos. Miro la pared que está detrás del inodoro. Cierro y abro grande los ojos como si estos fueran mi antena. Parece que no tengo señal.
Vuelvo y saco el celular. Reviso las notificaciones otra vez. El correo de descuentos sigue ahí. Miro la hora, recuerdo que me esperan en la reunión. Debo regresar, quizás piensen que estoy aburrido o que no tengo la disposición. Queda poco tiempo para que se acabe. Después de esto debo preparar una entrega. No sé si alcance a almorzar. Si lo hago, me quedaría solo media hora para preparar. Tengo una clase de dos a cinco de la tarde. Después decido.
Salgo del baño. Reviso otra vez el celular antes de entrar a la oficina. Tengo una notificación de WhatsApp. Me preguntan por un documento que debía tener listo anoche. Contesto rápido. Aseguro que lo tendré listo en la tarde. Guardo el celular. Intento respirar. Abro grande los ojos intentando conectarme. No me siento vivo. Por lo menos ya no estoy mareado (creo).
Abro la puerta. Tomo asiento otra vez. Desbloqueo el computador. La pantalla me recuerda los documentos que tengo pendientes: Document20, Document12, Document26… Escucho lo que hablan en la reunión. Tomo nota. “¿Cómo vas?”, me escribe mi novia. Recuerdo que quedamos de vernos en la tarde para ir a cine. En definitiva, no almorzaré. Comeré una empanada antes de la clase. “Camilo, ¿podrías leerte este documento para mañana? Lo necesitamos urgente”, me dice mi jefa. Afirmo, cincuenta páginas se leen rápido.
Se acaba la reunión. Me siento mareado otra vez. No logro pensar ni respirar. Seguro mi novia se va a molestar; seguro no voy a alcanzar a enviar el documento en la tarde; seguro no voy a almorzar y después me dará hambre y malgenio; seguro tendré que trasnochar o madrugar para leerme el documento; seguro no rendiré en la clase de la tarde; seguro no alcanzaré a leerme esa buenísima novela antes de dormir. Pienso en todo el mundo, menos en mí.
“Parce, ¿bien o no?”, me escribe mi amigo. “¿Qué vas a hacer en la noche?, ¿vamos a parchar un rato o qué?”. No le contesto tampoco. Ya le he cancelado muchas veces. Seguro me dirá que debo dejar de trabajar tanto.
Me voy a desmayar. ¿Por qué a mí me pasa todo esto? Siento las lágrimas. No se me pueden salir en este momento. Se me aguan un poco los ojos, pero logro contenerme. Mi cabeza pesa mucho. No me siento vivo. Tengo que irme a casa. Contengo las lágrimas en el camino. No puedo pensar.
Llego a casa. Me tiro en la cama. Mi cara se clava en la almohada. Me ahogo, hay más llanto que aire en mis pulmones. No iré a ninguna reunión. Algo me inventaré. “¡Diles que tienes ansiedad!”, me insistió mi novia la última vez que falté a una clase por sentirme así. Descarto otra vez esa opción. La profesora pedirá una excusa médica y no tengo de dónde sacármela. Sin excusa firmada no me creerá. Más bien diré que me intoxiqué, pues para dolores físicos no piden excusa.
Otros escritos de este autor: https://noapto.co/martin-posada/