En el segundo piso de la Gobernación de Antioquia hay una capilla. No es un centro de culto, ni de reflexión, es una capilla católica “como dios manda”, con santos y cristos colgados en la pared. Este paisaje es similar en la mayoría de edificios públicos en Colombia. Los sacerdotes deambulan por los pasillos de las oficinas del Estado como por su propia sacristía.
Alcaldes, gobernadores y presidentes se posesionan y celebran con una misa católica. En los canales de televisión pública el rito de la religión de Jesucristo no puede faltar los domingos por la mañana, y “Dios y Patria” gritan nuestros policías.
El Opus Dei está metido en lo más profundo del poder que maneja este país, y sacerdotes y monjas, quienes voluntariamente decidieron no tener hijos, siguen opinando abiertamente y a todo volumen sobre crianza, salud sexual y reproductiva y, por supuesto, aborto.
Parecen paisaje las declaraciones de la Corte Constitucional que, desde los años noventa, confirmó el carácter laico del Estado colombiano . Estado y religión, sobre todo católica, siguen conviviendo abiertamente, las decisiones que afectan lo público se siguen viendo influenciadas por una serie de creencias que no son las de todos, y vivir, crecer y desarrollarse en Colombia como una persona alejada de toda religión, sigue siendo un gran reto.
La semana pasada vimos cómo se censuró a la abogada Ana Bejarano por portar en su camiseta la frase “Saquen sus rosarios de nuestros ovarios”, y a quienes, sin intereses religiosos, seguimos el tema, nos sorprendimos por el nivel de violencia que dicho acto logró despertar.
Hablar abiertamente de no ser católico en este país, eso sí que es un desafío.
Soy bautizada, porque así lo quisieron mis padres; hice la primera comunión, porque así lo quiso el colegio en el que estudiaba y, únicamente, porque así lo decidí yo, lo digo abierta y públicamente, soy laica, no profeso ninguna religión, no me interesan los dogmas religiosos que constriñen, castigan y uniformizan vidas.
No creo en santos, ni en mitos, ni en leyendas. No creo en un tal salvador llamado Jesucristo, no creo en su doctrina machista, en sus fieles que se ufanan de su mensaje para tener capillas bañadas en oro, no creo en esa institución corrupta llamada Iglesia que esconde pederastas, que castiga al diferente, que impide la muerte digna y la decisión de la mujer sobre su cuerpo.
No comparto la visión de un solo tipo de familia posible, de un solo tipo de amor, de una sola forma de ver la vida.
No comparto la autoridad absurda de hombres sin experiencia ni vivencias en torno a una familia, para que nos vengan a decir cómo educar a las futuras generaciones. No creo en la virgen María, en el corazón de Jesús, ni en el espíritu santo. Y como no creo en ellos los quiero fuera de las decisiones que me atañen.
Los quiero fuera de mi sexualidad, de mi cuerpo, de mi manera de vivir y de morir. Los quiero fuera de los gastos que se sufragan con mis impuestos. Los quiero fuera de lo público, porque lo público es de todos, creamos en el dios que creamos.
Quisiera tener la certeza de que en Colombia las decisiones que nos afectan a todos, esas altamente polémicas como la de la eutanasia, el matrimonio homosexual, la adopción por parte de parejas del mismo sexo o el aborto, son tomadas con la consciencia del interés colectivo y no pensando evitar las consecuencias de un dios castigador que es el de unos cuantos. Quisiera tener la certeza de que en este país sus dioses y sus rosarios permanecen en todo momento fuera de mis ovarios.
Nota: al momento de escribir esta columna la Corte Constitucional no se ha pronunciado sobre la despenalización del aborto, pero me atrevo a poner esta nota de celebración, esperando que a Dios se le dejó por fuera de esto y que la decisión se tomó con mera base normativa y de principialistica.