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El tiempo es un silencio imperceptible, como un hueco inmenso donde está todo, pero no se ve nada, ni siquiera el propio hueco. Es una realidad y son todas las posibles. Vivimos por él, por su curso, pero no en él, ni antes ni después, ni durante. No hay nada que nos dé cuenta del tiempo porque todo lo que existe y deja de existir está en el aire, en el vacío. Llegamos y nos vamos, es la única realidad.
¿Qué hubo antes? ¿Qué llegará después? Nadie lo sabe. En un principio —una medida inexacta del tiempo— estaba la nada, o lo que los físicos llaman la antimateria, de lo que están hechos los planetas y las estrellas, pero que responde de igual manera a la materia conocida, la de las partículas aquí en la Tierra.
Entonces todo y nada no son opuestos, son lo mismo. Y el tiempo, como lo contabilizamos e intentamos ingenuamente controlar, es una ilusión. Es el movimiento de los astros en el espacio, el comienzo y el cierre de las estaciones que anuncian la llegada de las flores, el esplendor de ciertos árboles y la caída de sus hojas, el momento de recoger las cosechas y el posterior instante para sembrar de nuevo. Una espiral desordenada de cosas que existen y están ahí, suspendidas.
Los egipcios, los griegos, los romanos y los nórdicos. Y también los chinos, los árabes, los sumerios, los incas y los aztecas crearon sus propios mitos para darles a los fenómenos de la naturaleza un entendimiento propio, para generar preguntas sobre lo visible que explicaran lo intangible, lo distante, y para hacer menos fantasmagórico este mundo. No me imagino el terror de la primera persona que observó un ocaso y vio llegar la noche con su manto estrellado y negro. ¿Quién dice que ese tiempo era cuál?
La luz es como el agua, escribió García Márquez en un cuento para explicarles a los niños que, así como el agua sale de una llave, la luz llega cuando se enciende un interruptor de pared. Si la luz es como el agua, el tiempo es lo mismo que la vida y es igual aquí o en otro planeta. El tiempo existe, como prácticamente todo, adentro. Es un asunto de perspectiva.
Por eso unos años se sienten tan fugaces y lejanos como estrellas, y otros parecen una condena en la que se escribe cada día con una raya en la pared de un calabozo. Se expande y se encoge según nuestra propia percepción de las cosas. Sobre el tiempo hay un capítulo entero en la majestuosa obra de Thomas Mann, La montaña mágica. Y es curioso porque, al leerla, uno se sumerge en un tiempo de lectura diferente al tiempo de la vida. Sólo quienes la han leído comprenden de lo que hablo.
Ya viene otra vez diciembre. Ese mes en el que pareciera que las personas nos reconciliamos con la vida. Amamos más, sentimos más, vivimos más, damos más. Olvidamos que no es un mes ni sus fechas, sino la vida misma lo que está ocurriendo. Recuerdo que desde muy niña me he resistido a esa cosmovisión, un tanto ilusa como falsa, de creer que en diciembre se van todos los problemas y la existencia se reinicia. Llenamos árboles de navidad con regalos como si eso significara comprar también un nuevo tiempo. El símbolo de la navidad es el regalo, porque a su vez, es el único anhelado por todos: más tiempo, que nos alcance la vida para todo aquello que hemos pospuesto.
Y el resto del año lo vivimos soñando con que lleguen el fin de mes, las vacaciones, el evento anhelado. Se nos olvida por completo que el único tiempo que existe —si existe— es ahora.
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/amalia-uribe/