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“Poder decir adiós, es crecer” Gustavo Cerati

Los seres humanos tenemos una forma singular de relacionarnos entre iguales. A diferencia de otras especies, somos los únicos capaces de expresar y reconocer la complejidad de las emociones que nos generan la conexión con otros. No respondemos únicamente a un instinto de supervivencia o una necesidad de reproducirnos, sino que nos movilizamos por una fuerza más trascendente, que conjuga, no solo el sentimiento, sino también la decisión: amar. El amor puede ser una de las experiencias más trascendentales en la vida de una persona.

Hay vínculos que asumimos eternos, esos que no conocen el término del tiempo o la distancia, que se forjan incluso antes de que tengamos el discernimiento suficiente para establecerlos debido a intereses, gustos y propósitos comunes. Este tipo de vínculos son producto de una fuerza indescriptible, de un amor que trasciende cualquier tipo de barrera. Hay otros, en cambio, que tienen fecha de inicio y que decidimos estrechar por voluntad con personas por las que hemos desarrollado cierto grado de empatía, atracción o deseo. Cuando empiezan, se quiere muchas veces que sean para siempre, pero la eternidad del amor termina por estrellarse con una realidad intrínseca a nuestra condición humana: La finitud. El fin del amor trae consigo las despedidas, la ruptura del hilo que teje una dimensión fundamental de la vida de los individuos inmersos.

Las despedidas, muchas veces, llegan de forma implacable e intempestiva y aunque podamos creer estar preparados para asumir la complejidad de la pérdida, nunca estamos del todo listos. Las despedidas son cierres de ciclos. Despedir a un amigo, a un amor, a un abuelo, a una persona que, de una forma u otra, transformó la vida y el corazón crea una avalancha de emociones que nublan la razón. Existen formas de decir adiós, ya sea transitorias y permanentes. El hasta pronto guarda la esperanza del regreso, un pequeño resquicio de esperanza de que pueda de nuevo experimentarse aquella experiencia vital.

Pero las definitivas, la que vienen acompañadas de la certeza del no retorno, atraviesan el alma y pueden generar un dolor inconmensurable, ese dolor que es la viva muestra de que se amó. Sin embargo, existe un antídoto contra el olvido que todo lo acaba. El amor puede no morir, puede transformarse y permanecer vivo en la memoria. El amor deja marcas en la esencia de las personas que lo viven y esas son difíciles de borrar. Mientras esas marcas estén ahí, existe todavía quien se ama.

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/samuel-machado/

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