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“Por un momento creí que la humanidad había sido domesticada, pero terminado el concierto todo fue lo mismo de siempre. Los misiles caían sobre los hospitales mientras seguían sonando los valses de Strauss.”

Manuel Vicent.

Con frecuencia encuentro cuerpecitos de mariposas en distintos rincones de mi casa. Trazos rosa sobre alas mandarina, oliva sobre blanco, marrón; colores y siluetas ya despojados de vida entre rieles de ventanas y esquinas del suelo. A veces reconozco en esos restos a mariposas que se movían lentamente la tarde anterior, como gastando con delicadeza sus últimas horas de luz. Las examino esperanzada, las llevo a alguna flor, pero sé cuando eso ya no importa, cuando no cambiará nada, excepto la belleza de fundirse con su entorno natural. Con frecuencia encuentro esos cuerpecitos y nunca dejan de entristecerme. Cada cosa con sus tiempos, pienso. Solo unas semanas para que una mariposa agite sus alas y alcance la quietud en algún rincón. Pero hay tiempos incomprensibles, como los de los cientos de miles de personas en Siria y Turquía, muchas de ellas víctimas de una guerra que lleva años desangrando la región, a las que se les acaba de venir el mundo encima.

Veo a una niñita siria de no más de cinco años, con la cara blanca por el polvo, que protege la cabeza de su hermanito bajo las ruinas y le dice al hombre que intenta sacarlos: “haré lo que quieras, solo ayúdame, puedo ser tu criada”. Más tarde, tras 24 horas atrapados los rescataron con vida, que en adelante transcurrirá sin sus padres. En otro video liberan a un niñito silencioso e inmóvil, apartándole el pelo de la cara para que pueda ver. ¡Allahu Akbar!, exclaman estos héroes disfrazados de rescatistas. Dios es el más grande, eso quiere decir esa expresión utilizada millones de veces cada día de manera bondadosa, a diferencia de la fama terrorista que se le ha atribuido popularmente.

No son justos los tiempos, decía. Porque existir para la guerra y para que se venga el mundo encima, gastar así la niñez y convertirse en adulto de repente, con los padres hechos pasado bajo las ruinas de aquellos lugares malditos, eso no puede llamarse vivir. “Quién pudiera advertir el futuro. Para ahorrárselo. Para desviarlo. Para regatearlo. Para que no ocurran nunca las cosas que nadie quiere que ocurran nunca”, dice Marcelo Luján en Subsuelo, y yo pienso en ese número de muertos disparado, en quienes permanecen bajo los escombros pensando en dónde estarán los demás, y en que cada número es una vida entera y un dolor en el que cabe el universo.

Pienso en otras imágenes tortuosas que he tenido cerca estos días: troncos de árboles heridos, sus ramas cediendo y golpeando el suelo, el sonido infernal de la motosierra. Las horas de mi batalla solitaria intentando salvarlos. Pienso en los cuerpecitos de las mariposas. Y en los de los niños y los viejos y las familias y los animales bajo escombros en un lugar que no acapara la suficiente atención. Pienso en eso que le oí a Ricardo Silva sobre que “la soledad es un hecho” y que “hay gente más sola por dentro”, y entonces entiendo que esas angustias por árboles y mariposas y refugiados anónimos me corresponden. Es el sufrimiento de los nadies, de esos del poema de Eduardo Galeano que habla de aquellos que sueñan con que “algún mágico día llueva de pronto la buena suerte (…) Los hijos de nadie, los dueños de nada. Que no son, aunque sean. (…) Que no tienen nombre, sino número. (…) Los nadies, que cuestan menos que la bala que los mata”.

Con todas esas pruebas de lo que puede ser la vida debemos levantarnos valientes el lunes por la mañana. Aun así, miramos por la ventaja y siguen llegando los pájaros. Son de colores y no lo saben, y se persiguen en el aire con una agilidad encantadora, y se posan en pequeños podios inflando el pecho para entonar. Los veo y no me olvido de los nadies —ni de lo efímero—, pero despierto ante el milagro cotidiano. Los pájaros siguen llegando y la motosierra suena de fondo, pero hay nuevos brotes en las ramas taladas de aquellos árboles que resisten. Percibo destrucción y busco libros, y en ellos la calma de otros dolores y otras bellezas.

Hace unos años visité las ruinas de un hotel de lujo en las montañas que rodean a Sarajevo, construido para los Olímpicos de Invierno de 1984, la alegría que precedió la tragedia y la sangre de la guerra indescriptible que se acercaba. Lo que vi allí no me abandonará jamás: era silencio y muros destrozados entre el verde profundo del bosque, y los rayos del sol se colaban por todos lados haciendo brillar el aire, y crecían flores violáceas más altas que nosotros, y entonces la memoria dolía pero era bella. “O tal vez la noche, el verano, y la magia que siempre, en todos los tiempos y en todas las épocas, vive de los descuidos”, escribió también Marcelo Luján.

¡Allahu Akbar por esos héroes que hoy iluminan y nos despiertan entre las ruinas!

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/catalina-franco-r/

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