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Cuando se despide a una abuela tiembla la vida. Se invisibiliza la base con la que aprendimos sobre el amor, la personificación de la ternura que nos enseñó que nuestra madre también tenía una madre y también necesitaba cuidado y era vulnerable y que, aún adulta, buscaba el abrazo de su madre como protección. Pensar en no volver a ver a la abuela, en no volver a pronunciar el nombre con el que la llamábamos en voz alta y que nos mire, en ver esa sonrisa y oír esa voz solo por dentro, agarrándolas con fuerza para que no se difuminen, y tener que recurrir cada vez más a fotos y videos para que con el recuerdo no se nos escape también la vida.

Despedir a una abuela es arrancarle un pétalo esencial a una flor perfecta y que entonces ese hueco ya sea parte de la flor. La flor no pueda verse o pensarse sin él. Es desbloquear una nueva forma del dolor y el desamparo, la flor que sangra y derrama la vulnerabilidad y la desprotección de la propia madre, que despide a su madre y nos recuerda que un día, ahora más nítido, nos despediremos nosotras también.

Es difícil dejar de ver la flor herida al recordar a la abuela, en cada foto, al abrazar a la madre. Pero entonces, como el sol sigue saliendo y la vida es volverse a levantar a buscarlo, salimos al jardín y vemos que el pétalo está ahora en todas partes, en cada flor, en cada árbol, en el arcoíris y el sol, en la lluvia, en las caricias de la abuela a través del viento, en cada visita de mariposas, abejas y pájaros que llegan en el momento justo para decirnos: lo que amamos está siempre, hay que saberlo ver.

Mi abuela Olga, qué mujer enorme fuiste. Mujer de sonrisa amplia y profunda y ojos brillantes. Mujer amante de la música, siempre lista para cantar y bailar. Mujer viva, quiero decir. Estuviste siempre rodeada de flores preciosas. Amaste y protegiste un jardín. Dice tanto de una persona su capacidad de contemplar y reconocer la belleza de las plantas, de la naturaleza, de las otras formas de vida. Y tú lo hiciste: creaste, cuidaste y amaste un jardín. Y creo que ahí hubo también una raíz para que lo amara yo. Tantas veces lo recorrimos juntas y tú nombraste los árboles y las flores. Y empecé a querer nombrarlos yo.

La existencia es fascinante y es aterradora. Implica despedir a quien más se ama, a quien está en la base del corazón. Temblamos. Pensar en la abuela en pasado. Acompañar a la madre a despedir a su madre. Uno es consciente de la vejez, de que esa es la vida, pero algo se atraviesa en la respiración al comprobar que es verdad, que esa era la vida. Y, a la vez, qué es la vida sino lo vivido, haber temblado amando.

Perder la presencia física de una abuela nos recuerda que la vida está pasando, que hay que mirar las flores justo hoy y recorrerlas, saborearlas, que se nos queden dentro de manera que sean ya inseparables de lo que somos. Es una nueva forma del dolor y del vacío, pero también la capacidad de imaginar y concretar internamente lo que nos han dicho que es imposible: me gusta pensarte ahora abrazada a mi abuelo, a tus padres, completando otra flor cuyos pétalos volaron en otros tiempos, pero que ahora renace. Vivir es sumergirse en mucha belleza y mucho dolor, pero siento que una de las formas de la esperanza es esa de pensarse por siempre abrazado a los que se amó.

A una abuela que ahora es parte de una flor omnipresente de colores que ni siquiera alcanzamos a imaginar, podemos pedirle que nos abrace a través de toda la belleza del universo y de los recuerdos, para sentirla y abrazarla también. Abuela, te amaré siempre y, mientras viva, vivirás. Seguiré oyendo tu risa poderosa, seguiré hablándote. Escribió Marguerite Duras que se puede estar sola en una casa, pero no en un jardín: seguiré buscándote en el jardín, allí está tu abrazo, no estaremos solas nunca.

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/catalina-franco-r/

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