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Trabajar escribiendo es bonito, pero se complica cuando se trata de una producción en masa de textos jurídicos. Días enteros de escritura. Al escribir esto siento que repito palabras que he estado usando para trabajar. Me entra la sensación de que que tal vez me contagié. Ahora solo escribo pensando en utilizar “en ese contexto”, “en ese sentido”, “además”, “asimismo”, entre otras palabras de ese estilo.

No creo que esté mal que el estado, una organización o un abogado utilice ese lenguaje en sus textos. Pero sí hay algo que me inquieta. Algo que no sé muy bien cómo definir o describir. Intentaré dar los elementos y usted le pone el nombre que quiera al problema. Hasta de pronto puede concluir que no hay problema realmente.

Empiezo por explicar que el contagio que siento al trabajar en escenarios que implican la redacción desde un lenguaje jurídico es de una especie de repulsión, rechazo, hacia ciertas palabras. No las rechazo al escribir allí, pero sí aquí. En este espacio siento una necesidad de soltar palabras que se quedan atrancadas o que no estarían bien vistas allí.

Hay palabras zombies. Conjuntos de letras con significados que aparecen como recursos fáciles a la hora de la producción bajo presión y en masa de documentos. ¿Pero qué hace que sea más fácil o que algunas palabras no encuadren allí? Varios puntos se me vienen a la cabeza. El primero es que los abogados están acostumbrados a ese lenguaje desde prácticamente el derecho romano. Un lenguaje formal, técnico, esquemático y difícil de comprender. Palabras que no son del día a día. Cuando escribo de esa forma suelo pensar: ¿quién habla así? Y la respuesta es: nadie, o una persona que levita (¿un abogado?). Díganme, ¿quién dice ‘no obstante’ en una conversación cotidiana? ¿Quién dice asimismo en una conversación?

Se trata de palabras que funcionan para organizar un texto o, al menos, eso es lo que nos han hecho creer. Las universidades y la academia tienen una inmensa incidencia en esto. Suele existir el argumento de que se debe escribir en tercera persona para demostrar que se es un observador y escritor imparcial, objetivo. Esa sí nunca me la creí (al menos en la academia). Palabras que vienen de una persona supuestamente hacen que esta no sea una persona sino un ente imparcial. Un robot. Pero aún así nadie duda en poner su nombre y hacerse llamar autor de un texto que surge gracias a la lectura de otras ideas, un contexto particular y una idea subjetiva. ¿Ven la contradicción? Se desprenden de la subjetividad pero no niegan su autoría en aras del reconocimiento.

Y todo eso se aprende porque es lo que se lee. Lo “normal”. De ahí, creo, que sea más fácil usarlo. Pero la cosa cambia cuando se trata de una autoría que es el estado, una organización o un colectivo. Se rompe la idea del autor individual y eso es coherente con la forma en la que se escribe. Sin embargo, esa lejanía hace que el estado, por ejemplo, parezca una máquina inmensa y abstracta cuando hay una persona detrás de cada palabra. Si la justicia escribe en un lenguaje que es de abogados, ¿para quién es la justicia? ¿A quién le habla? La idea de la justicia con los ojos vendados es una pésima representación. Esta debe abrir los ojos para ver las diferencias que puede tener al frente. Si solo se limita a escuchar, buscará un lenguaje que se asimile a lo que está acostumbrada a leer y escuchar. La diversidad también está en las formas de hablar. Pero en mi caso, prefiero no arriesgar. Me he contagiado de la escritura zombie y no sé muy bien si me debería curar.

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/martin-posada/

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