“Somos un instrumento dotado de muchas cuerdas, pero generalmente nos morimos sin que hayan sido pulsadas todas. Así, nunca sabremos qué música era la que guardábamos. Nos faltó el amor, la amistad, el viaje, la ciudad capaz de hacer vibrar la polifonía en nosotros oculta. Dimos siempre la misma nota”.
Julio Ramón Ribeyro
A lo largo de mi vida he tenido muchas ciudades favoritas. La primera fue Medellín. Claro, aquí nací, tenía a mi familia, a mis amigos del colegio, era mi universo, el único que conocía. Desde muy chiquita me interesé por la geografía, mi papá me enseñaba el resto del mundo en un mapamundi grande giratorio que teníamos en la sala de la casa, y yo le hacía todo tipo de preguntas: ¿Cuál es el país más grande? ¿Cuánto tiempo nos demoraríamos llegando a Canadá? ¿Dónde queda el Taj Mahal? ¿Por qué en Colombia no hay estaciones? También jugábamos un juego de capitales de los estados de Estados Unidos en un computador IBM enorme que tenía mi papá en su oficina. La pantalla era en tonos naranja con café, y ahí aprendí las capitales del país norteamericano y entendí que las ciudades más famosas no eran capitales de ningún estado, casi ninguna. Miami, por ejemplo, ciudad a la que ido muchas veces desde pequeña y que está en la lista de favoritas, no es la capital de Florida. Y ese descubrimiento me pareció fascinante.
Mi segunda ciudad preferida, si es que se le puede llamar así, fue San Andrés. Mi mamá tenía parte de su familia allá e íbamos muchas vacaciones a visitarla. Una de sus tías tenía una juguetería gigante en la que yo entraba y no tenía que pagar. El sueño de todo niño. Allí entendí que esa es la zona más norte de Colombia y que está pegadita a Nicaragua, tanto que ha sido una disputa legal ante La Haya, cuyo fallo de 2012 ratificó a San Andrés y Providencia como parte de Colombia, pero le arrebató 70.000 kilómetros cuadrados de mar. Mis papás siempre me decían que me habían hecho frente al mar de San Andrés, lo cual a mi corta edad me parecía desagradable y vergonzoso, pero hoy, recordando esas ciudades y lugares que llevo en mi corazón, me parece sublime, y le da más sentido al amor por ese pedacito de tierra en medio de un océano. Me ratifica que somos de muchas partes y que nuestro arraigo no debería ser únicamente a un solo lugar. Venimos a este mundo como la consecuencia de las decisiones de otros que, en un tiempo determinado, cambian de espacio, se mueven por muchas calles, habitan nuevas casas, viajan y ven paisajes, montañas, mares, bosques, puentes y edificios.
Y entonces nacemos y empezamos a descubrir la vida, primero desde una esfera muy limitada, pero la única posible: el hogar, los brazos de papá y mamá, la familia. Luego, en el colegio nos enseñan sobre el descubrimiento de América y, al mismo tiempo, todos estamos encontrando nuevos mundos: el de la amistad, el de la disciplina, el de nuestras pasiones, ese que existe afuera más allá del hogar, que es el de los otros con sus propias características y dinámicas, que parecen tan parecidas, pero son un planeta completamente distinto. Sería asombroso que algún profesor lo mencionara en el aula de clase, así nuestra mirada no crecería tan limitada y las barreras mentales no serían tan dificiles de romper, porque al nombrar eso que es distinto, pero que está ahí todo el tiempo, nos parecería normal que los descubrimientos ocurran a cada instante y que la geografía y los eventos históricos no se limiten únicamente a lo que aprendemos en una clase de sociales. Saber desde pequeños que todos podemos ser un Cristóbal Colón, sería una revelación prodigiosa.
Después, a los 20 años, conocí Ámsterdam, la capital de los Países Bajos, y me enamoré de nuevo de otra ciudad, caminé por esas calles como si estuviera en la juguetería de San Andrés, antojada de todo: de los souvenirs, de las tiendas, de la comida y de su gente, tomé té de sandía en un famoso coffee shop porque nunca me ha llamado la atención la marihuana, pero me fascinó esa libertad con la que viven los holandeses. Sin duda, lo que cautivó mi mente joven fue el desarrollo que mostraban como sociedad y, por supuesto, el permiso que tiene cada ser humano de elegir su forma de vivir, sin tantos compliques, sin tabúes. Me pareció entonces que los holandeses tienen un pedazo de tierra pequeño, limitado en condiciones agrícolas, pero una mentalidad inmensa, una capacidad de conquistar el mundo única, propia de quienes buscan y no se aferran a una sola idea de mundo, aunque el de ellos sea tan reducido.
Hace cuatro años llegué a Sídney, la ciudad que más anhelaba conocer, sentir, ver, oler. Lloré cuando vi la Casa de la Ópera. Esas conchitas blancas relucientes aún alumbran en mi mente cuando cierro los ojos y puedo reavivar lo que sentí: un calor abundante en todo el cuerpo, unas ganas de llorar incontrolables, una felicidad que hasta entonces no conocía, la que trae el descubrimiento de un país tan lejano al mío, pero que había imaginado tantas veces en mi cabeza. La gratitud por haber cruzado medio planeta, viajar incómoda durante 14 horas, estar abrumada por el cansancio y el jet lag, y sin embargo, estar ahí presente, de nuevo frente a esa juguetería que se me ofrecía en forma de ciudad, en el calor de un país que no es mi hogar, pero que se le parecía tanto, pues nunca me sentí extranjera en Australia, siempre, desde que llegué hasta que me fui, sentí que un pedazo de mi corazón pertenecía a esa esquina del mundo.
Y lo siento todavía, porque todo lo que vive en uno, permanece. Aunque nos vayamos, aunque cambiemos y regresemos siendo otros con miradas diferentes, pues esas experiencias que nos transforman nos dejan lo más importante, la mayor revelación: descubrir el mundo es, al mismo tiempo, una manera de encontrarnos con nosotros mismos, de recordar lo ínfimos que somos en comparación con la Tierra, pero también esas sensaciones que nos produce pulsar nuevas cuerdas que, como dice Ribeyro, son las que nos mantienen esa llama encendida para que no se nos olvide cúanto hemos vivido, lo que llevamos dentro, y lo que nos falta por descubrir.