La oposición democrática en Colombia piensa con el deseo, pero no se organiza, ni se moviliza, ni propone. Por ese motivo soy pesimista frente al eventual cambio de régimen que vendría con las elecciones del 2026, pues el proyecto totalitario de Gustavo Petro no sólo comprende que la disputa política trasciende el escenario electoral, sino que cuenta además con el apoyo de un amplio sector del viejo establecimiento corrupto, con la maquinaria de propaganda del Estado, con su burocracia y, como si fuera poco, con los dólares y las armas de las estructuras narcoterroristas que han encontrado en su gobierno impunidad y un amplio margen de crecimiento y despliegue territorial. En tales condiciones, difícilmente el petrismo entregue el poder en el corto plazo.
Muy peligroso resulta cerrar los ojos ante este panorama sombrío, en lugar de afrontarlo con realismo, pues cierto es que nuestra frágil democracia se encuentra a un paso del abismo. Tampoco podemos, sin embargo, caer en el derrotismo o en la indiferencia, sino que urge buscar alternativas que permitan preservar espacios de libertad y pluralismo, lo cual creo factible, pese a todos sus defectos, recurriendo a la salvaguarda de la Carta Constitucional de 1991, cuyo espíritu fundacional presenta una virtual alternativa de resistencia ante la tiranía: La descentralización de las Regiones.
El mandato constitucional reconoce la potestad de departamentos y municipios para gestionar sus propios intereses, promover el desarrollo local y ejercer competencias exclusivas en ámbitos como la salud, la educación y la infraestructura. Pero se requiere ir más lejos. La descentralización regional debe permitirnos también desatar las manos de la fuerza pública para atacar con contundencia la amenaza narcoterrorista y propiciar las condiciones de posibilidad para el robustecimiento de una economía de mercado, capaz de llevar oportunidades a los territorios marginados por el poder central, que con alevosía ha sometido a una especie de “apartheid” a Departamentos como Antioquia, que no se han arrodillado ante la arbitrariedad totalitaria.
La autonomía fiscal constituye uno de los ejes centrales de cualquier proyecto de descentralización. Bajo el estado de cosas actual, los ingresos corrientes del país se concentran en el Presupuesto General de la Nación, del cual solo un porcentaje se redistribuye a los departamentos. Revertir esta lógica implicaría ajustar los mecanismos de transferencias, permitir una mayor recaudación local de impuestos y fomentar la emisión de deuda pública departamental. De esta forma, Antioquia podría financiar directamente proyectos de infraestructura vial, programas de atención a comunidades vulnerables, priorización de intervención en enclaves de las economías ilícitas y planes de modernización tecnológica sin depender de los ciclos políticos nacionales. Podría también recuperar la soberanía sobre la riqueza de su suelo y la decisión autónoma sobre su uso, arrebatado cada vez con mayor fuerza por este gobierno.
La descentralización regional, sobre todo de Antioquia, sería en sí mismo un acto de sedición frente al centralismo expoliador y totalitario, pero al mismo tiempo lo trasciende. Se convierte entonces en una herramienta fructífera para el robustecimiento de la democracia, pues al potenciar la autonomía territorial, se fortalece la pluralidad de ideas, se incentiva la innovación administrativa y se apropia la ciudadanía del quehacer político. Frente a la eventual deriva dictatorial del gobierno actual, la verdadera solución radica en diversificar los centros de decisión, desmembrando el poder central para entregarlo a las ciudadanías regionales.
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