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Salomé Beyer

Democracia

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Cuando cursaba el último año en el colegio me metí de lleno a una extracurricular que se llamaba DEIJ, comité de Diversidad, Equidad, Inclusión y Justicia. Lo empezó una profesora que ante la necesidad por la que pasaba el colegio frente a estos temas, estableció un comité con dos estudiantes. Un año después, cuando yo me uní, el comité se había expandido a cinco estudiantes líderes de diferentes grados, y más de 20 estudiantes participantes. También había profesores y miembros del personal que estaban interesados en ahondar en las estructuras existentes del colegio, las cuales, como todas las estructuras sociales con las que hemos crecido, muchas veces promueven prejuicios dañinos. Todo el propósito del comité era deconstruir sistemas dentro del colegio que perpetraran el sexismo, el racismo, la homofobia, la transfobia, el clasismo, entre otros. Nos ganamos un premio internacional de innovación social por nuestra propuesta, dedicamos incontables horas a la planeación y ejecución de los proyectos, nos reuníamos después de horas escolares. Y todos nos volvimos amigos. 

La profesora que lo empezó tenía, como muchos de nosotros, cuentas en redes sociales en las que expresaba sus opiniones. Y desde el inicio del año escolar, uno de mis compañeros la odiaba, declaraba abiertamente su decepción frente a que el colegio nos estuviera “obligando” a los de último año a proponer cambios de innovación social como proyecto de grado. Este proyecto de grado lo había propuesto ella. Detestaba las clases en las que nos demostraban que la raza, por ejemplo, así como el género, son construcciones sociales que llevan a la discriminación. De vez en cuando mandaba mensajes por WhatsApp pidiéndonos a sus compañeros que firmáramos cartas exigiendo que nos pararan de enseñar sobre esos temas. Cuando más de 800 padres de familia, de los cuales ni un 10% conocían a la profesora, enviaron una carta pidiendo su renuncia por cosas que había dicho en sus redes sociales personales, no me sorprendió, porque de tal palo, tal astilla. 

La tildaron de guerrillera, de paramilitar, de comunista, de estúpida. La acusaron de adoctrinar a sus estudiantes, sin darnos cuenta de que la adoctrinación precisamente venía de ellos mismos. Que el pensamiento libre, el cual ella promovía, era el antónimo de lo que ellos denunciaban. Mientras unas semanas antes nos estaban aplaudiendo por el premio que nos habíamos ganado, ahora nos estaban diciendo que nosotros, los estudiantes de dicho comité éramos víctimas de una profesora cuyos intereses eran políticos. Nos dijeron que queríamos volver el país “como Venezuela” porque queríamos hablar de injusticia. En un colegio blanco queríamos hablar de raza. En una sociedad patriarcal queríamos hablar de igualdad de género. En una sociedad injusta queríamos hablar de responsabilidad. Porque, por supuesto, todas estas son características y temas comunistas, según ellos. En fin, la hipocresía. 

Hoy siento lo mismo que sentí hace un año. De la exclusión de las hijas del alcalde suspendido Daniel Quintero de un colegio de Medellín por parte de padres de familia, solo tengo para decir que no hemos aprendido nada luego de un año donde se han visto las consecuencias de la polarización más que nunca y el valor de la diversidad de pensamiento. También me preocupa que, en época electoral, nos insultemos unos a otros con base en quién vamos a votar. Y me parece completamente descabellado que lo hagamos mientras nos proclamamos defensores de la “mejor democracia de Latinoamérica”. Porque la democracia es precisamente eso. Una promotora de la libertad de expresión, una herramienta que la humanidad ha usado para que el pueblo tenga voz y voto. La democracia es que cada quien, con sus capacidades, haga lo que crea mejor con ese voto de confianza que tiene para dar. Y se nos ha olvidado eso. Todos los que votamos, y todos los que votaremos el domingo creemos estar haciendo lo mejor para nuestro país, y aún así la polarización ha llevado a que lo único que veamos sean las diferencias entre nosotros. Veo, en cada uno de los, las y les votantes que conozco, un amor infinito hacia Colombia. Un deseo ferviente para que estemos mejor en un país que siempre ha sido tan difícil. Eso es lo que me da esperanza, más allá de las convicciones políticas. 

Invito, especialmente a la comunidad paisa, a que intenten convencer a otros de votar. Punto. Con argumentos, claro, expliquen su convicción por un candidato u otro, pero nunca juzguen, ni insulten, ni violenten a alguien por cómo va a votar, o como ha votado. Eso no es democracia. Tampoco exijan que los que piensan diferente se vayan porque los incomodan. Afortunadamente, la diversidad de pensamiento es una de las muchas banderas que eleva la democracia. Y admito que es incómodo. Pero estoy convencida de que es así porque nos han criado con la idea de que no podemos ser amigos mientras pensamos diferente, aunque una y otra vez se demuestre lo contrario. 

Celebren que las personas votarán, en general. Y confíen en que el trabajo de sus candidatos hasta ahora, que fue hacer campaña, ha sido suficiente. Pero no olviden que al defender la democracia también defienden la diversidad que implica. Al celebrar la democracia también celebran a la oposición. Al declararse demócratas también declaran su compromiso para mejorar la democracia. Porque tampoco olviden que la democracia no es estática. El principio democrático mismo nos obliga a analizar el sistema de voto popular y construir sobre él, para que cada vez sea mejor. Para que cada vez el voto popular se vea más reflejado en la Casa de Nariño.

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