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Íbamos en el carro, frenamos antes del semáforo y, justo antes de retomar la marcha, sentimos el golpe. El señor que venía detrás trató de adelantarnos, pero el ángulo no le dio y, con su carro, terminó golpeando el nuestro. Nada grave. Nos bajamos de los vehículos, revisamos todo, y él asumió su responsabilidad. Acordamos entonces que nosotros cotizábamos el arreglo y que él pagaba. No llamamos al tránsito ni a la aseguradora. Compartimos los datos personales y seguimos con la rutina.
Nos comunicamos por chat y quedó claro cuál era la cotización más adecuada. Entonces, el señor no volvió a responder. Pasaron varia días y silencio. Aquí, lo curioso de la situación es que el primer dispositivo que se activa es: “¡uno sí es muy confiado!”. Se prende esa alarma como un reclamo. Y empieza la cabeza a mostrar todo lo que estuvo “mal”. Por qué lo dejamos ir así no más; ¿fuimos ingenuos?; el señor parecía buena persona… pero es que en esta ciudad no se puede confiar en nadie.
Y, por tradición cultural o por mecanismo de defensa, se le pasa a uno por la mente la búsqueda de ayudas externas: lo voy a “amenazar” con una denuncia… (¡¿de qué?!). Pero, de inmediato, el miedo a reclamar. Qué susto decirle cualquier cosa porque uno no sabe él quién es, él también quedó con los datos de nosotros; que no pague es lo de menos, es mejor no reclamar. Todo mal.
Primero, el temor a confiar. Que, además, es un miedo a quedar mal. A ser “los bobos confiados”. Segundo, el miedo a reclamar lo que corresponde, porque aquí cualquiera puede recurrir a actos violentos por lo mínimo. Uno mismo, de manera pavorosa, se ve tentado a retar con amenazas inocuas. Son temores paralizantes: a veces, ni siquiera se es capaz de reclamar en un restaurante cuando el servicio es equivocado o cuando se siente mal tratado en situaciones cotidianas con desconocidos: en un taxi, en un almacén.
Es angustiante, porque terminamos con comportamientos pusilánimes solo por evitar la confrontación con el desconocido; porque uno, de antemano, desconfía y siente que el otro va a ejercer violencia o artimañas para defenderse.
Confiar parece ser una acción más milagrosa que realista. Pero, en algún momento de la vida hay que soltar la prevención. No se trata de ingenuidad, sino de carácter.
El señor del choque apareció unos días después; se disculpó por haberse ausentado y explicó que estaba trabajando. Consignó.
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