Los sonidos quedan guardados en la hemeroteca principal de la memoria. Los llantos, el golpe de los pies al correr, los colgandejos de las mochilas, el jadeo de la huida, las monedas en los bolsillos, el agua del bote, el viento del desierto o las balas perdidas. Los olores también se graban, los nauseabundos del cuerpo vivo y muerto, el del monte, el del agua estacada, el del sol en la piel. El dolor del peso en la espalda, de las manos apretando otras, de las mandíbulas por tragarse el llanto, de las cicatrices a medio sanar.
En la travesía hacia otras tierras de segundas oportunidades, las oleadas migratorias parecen desafiar el sentido en que rota el planeta, se mueven queriendo devolver el tiempo, y ojalá valiera la pena el esfuerzo para detenerlo y gozar de un instante más para despedirse.
Desde nuestras casas, bajo el amparo de una relativa seguridad con las amenazas controladas, quienes nos acostumbramos a vivir, por fortuna, conociendo como espectadores las noticias de las tragedias ajenas, parece que olvidamos las miles de personas que deben cruzar las fronteras en contra de su voluntad. La guerra que más recientemente nos paraliza nos hace olvidar la del otro país del mes anterior. Otros conflictos llevan añejando tanto tiempo que se volvieron parte del mapa.
En conversaciones con varias personas migrantes aflora en el fondo la misma conclusión, se aprende a ver el pasado en otra perspectiva y el futuro con otra serie de esperanzas, pero sobre todo en términos de probabilidades. Nada está seguro y todo puede pasar. Es una ruleta que da ventaja si se cruza “la raya” el día que los coyotes no estaban, o si se llegó al punto ciego que no dejó que le vieran los ladrones o la guardia corrupta que le pudo haber despojado de sus maletas.
Las culpas les persiguen. Un dilema entre tener que dejar los muertos en la otra orilla, como traicionando a los ancestros por abandonarles en el mausoleo de sus historias familiares, de los legados que se pierden por separar la sangre de la tierra. Pero por otro, haciendo el justo reclamo a su propia historia y culpándole por allanar la tierra sin permiso, para hacerles vivir el sufrimiento y por eso tener que salir dejando todo atrás.
En el camino algo se pierde y se gana. Son sobrevivientes quienes llegan a puerto, a la tierra en la que la mayoría serán malvenidos. Quienes lo logran, entran a un nuevo país tambaleando, como subieran a una barca en movimiento en medio de un caudal rabioso. Los riesgos de quedar o caer son permanentes e impredecibles.
Esto lo vivieron más de 84 millones de personas que se vieron obligadas a desplazarse en 2021, según datos del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), a pesar de las restricciones a causa de la pandemia. Sin sumar las otras guerras en lo que va de este 2022, la más reciente en Ucrania que ha generado otros miles más. Los conflictos transfronterizos siguen alimentando la cifra y más allá del riesgo de pérdida de la vida, el impacto emocional en las personas sobrevivientes que se desplazan es igual de doloroso.
Se le conoce como duelo migratorio. Llegar al final de un camino y tratar de adaptarse a un lugar donde no se pertenece hace que se revuelquen una serie de sentimientos que pasan por el arrepentimiento, la añoranza, la culpa y la frustración. Cruzar una frontera porque toca, trae un desarraigo, una despedida inconclusa del lugar a donde se pertenece, extrañando el no poder volver a cantar los cantos para arrullar los recuerdos comunes, en el mismo idioma, con los mismos acentos.
Las historias de los cruces de fronteras en condiciones irregulares, tanto terrestres como marítimas demuestran los bemoles de la humanidad.
Es el caso de los “sans papier” o “sin papeles”, como se les conoce a migrantes provenientes de África que atraviesan el Mediterráneo en chabolas para llegar a las costas de Europa. En su trayecto arrojan al mar sus documentos de identificación, pasaportes y todo aquello que tenga información antes de llegar a sus destinos, para que al pisar el suelo europeo no tengan un país a dónde deportarles. De esta práctica se conoce que, según el ACNUR, en el 2021 al menos 1.140 personas perdieron la vida intentando esta travesía por el mar. Quienes logran llegar con vida, mientras encuentran un país para deportarles y un intérprete en sus idiomas, al menos tendrán un par de semanas garantizadas con comida y techo.
Por su parte, el cruce terrestre expone en mayor medida a mujeres, niñas, población LGBTIQ+, personas mayores y con discapacidad. El tráfico de personas, la explotación sexual comercial, la violencia sexual y los asaltos, la captación forzada para vinculación a grupos armados ilegales, hacen parte de uno de los mayores riesgos de la migración irregular.
Por eso, cuando vea a la cara a una persona migrante, cuando el desprecio por su mala suerte le fuerce a hacer una mueca de desaprobación y suelte en su mente la sentencia de suponer que lo merecen por su nacionalidad o color de piel, recuerde que está viendo a una persona sobreviviente, que podría estar viviendo un duelo migratorio, pero con los méritos suficientes para respirar su mismo aire. Si se detiene a mirarle, podrá entender la pregunta en su mirada e intente responderle qué podrá hacer por él o ella, a cambio de que le enseñé a usted la lección de cómo una vez la valentía enfrentó la tragedia cuando le tocó huir cruzando una frontera.