¡Defense, defense!

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En otra columna en este medio escribí sobre el encanto del fútbol. Ahora, a menos de una semana de iniciar una nueva temporada de la NBA, el turno es para otro de mis deportes preferidos, el baloncesto, el segundo deporte más popular del planeta.  

En la columna sobre el fútbol planteaba que quizá lo más propio de la condición humana sea desafiar su propia naturaleza. En el balompié, como su nombre lo sugiere, se subvierte el orden establecido, al desplazar la motricidad fina de las manos a los pies, como bien lo sintetiza la socióloga Beatriz Vélez: “el fútbol fascina por lo insólito de su misión: proscribir la mano y prescribir el pie”. Equilibrio del cuerpo en otras actividades, los pies hacen el desequilibrio en el fútbol.

Como el fútbol, el baloncesto tiene muchos encantos, pero también tiene uno superlativo que es retar la condición humana, lo cual resulta fascinante en cualquier actividad vital. Y aunque sea casi imperceptible, a menudo la tribuna lo recuerda, ¡vaya paradoja!

Vamos al punto. En nada en la vida es más fácil construir que destruir, y en casi ningún deporte es más valorada la defensa que el ataque. En los que son por puntos o goles, la fórmula suele ser simple: anote más de los que recibe y listo, gana. En el baloncesto también aplica, pero no es tan fácil. A ello contribuye un exigente reglamento, fortalecido con la aparición de la línea de los 3 puntos, creada para compensar el juego de los jugadores altos con los bajos, e implementada en la NBA y la FIBA en los años ochenta.

En el baloncesto no se puede defender de cualquier manera, porque el reglamento lo castiga y el contrario lo cobra. Defender es un arte que el público estimula y premia constantemente con la arenga “¡Defense, defense!” ¿En cuántos deportes se escucha constantemente desde la tribuna la exaltación de la defensa?

En el fútbol, por ejemplo, el título de mejor jugador de la historia se lo disputan solo atacantes: Pelé, Maradona, Messi y unos tres más; ningún defensor. En el baloncesto, Bill Russell, considerado por los expertos como el mejor defensa de la historia de la NBA, tiene tanta o más fama y reconocimiento que su archirrival Wilt Chamberlain, empezando por el que le da la misma NBA. Por eso, además de la analogía inicial con el fútbol, la comparación entre Russell y Chamberlain me servirá para sustentar mi tesis.

El parangón entre ambos no sería posible en el fútbol, si se tiene en cuenta que Chamberlain ha sido, estadísticas en mano, el jugador más dominante de la NBA, el mejor atacante de la historia y el único capaz de hacerle sombra en el trono del baloncesto a Michael Jordan, quizá el mejor deportista de la historia. ¡Palabras mayores!

A casi 50 años de su retiro en 1973 y con solo 15 temporadas en la NBA, Chamberlain sigue ostentando el mayor número de récords en esta liga con más de 70, y aun así es un desconocido para muchos amantes de este deporte. ¡Increíble para semejante leyenda! Algunos de los vigentes son prácticamente imbatibles. Promedió 50.4 puntos por partido en la temporada 61-62 (el más alto de Jordan fue de 37.1 en la 87-88 cuando ya existía la línea de 3 puntos); en la 60-61 obtuvo el de rebotes por sesión con 27.2 por partido en 79 encuentros; en la 67-68 fue líder de asistencias con 8.6 por partido, y, al tiempo, de rebotes con 23.8, convirtiéndose en el único que ha liderado la liga en ambos apartados. En 32 encuentros convirtió más de 60 puntos en un partido, lo que no han hecho, juntos, todos los demás jugadores de la NBA en la historia; y en 118 ocasiones hizo más de 50 puntos. Y para ponerle la cereza al pastel, el 2 de marzo de 1962 anotó 100 puntos en un partido contra los New York Knicks.

La fama y los reconocimientos de Russell están muy bien sustentados en sus méritos individuales y colectivos con los míticos Celtics de los sesenta, del cual fue el líder. Basta decir que es el jugador con más títulos en la historia de la NBA, con 11 en sus 13 temporadas en la liga. El trofeo al mejor jugador (MVP) de las finales lleva su nombre y su camiseta número 6 fue retirada de la NBA poco después de su muerte el 31 de julio de este año. Nadie, en ningún equipo, podrá volver a usar este número de leyenda. Un honor solo comparable con los recibidos por Jackie Robinson en la MLB (béisbol) y por Wayne Gretzky en la NHL (hockey).

Chamberlain no tiene ningún trofeo ni reconocimiento singular a su nombre, posiblemente por sus críticas a la NBA y por su vida licenciosa, que incluyó más de 20.000 relaciones sexuales en su vida de 63 años, según una de sus autobiografías. Pero no son las únicas causas de la ingratitud de la NBA y de la historia con Chamberlain. Las principales tal vez sean Russell, con su capacidad defensiva y su liderazgo en los míticos Celtics de la década que, como él, ganaron 11 de 13 finales entre el 57 el 69. Sin ellos interpuestos en su camino, seguramente Chamberlain tuviera más títulos colectivos para agrandar su leyenda y, posiblemente, estuviéramos hablando no solo del mejor baloncestista de todos los tiempos, sino también del mejor atleta de la historia, dados, además, sus probados dotes para otras disciplinas.

Forzando la analogía con el fútbol, es como si Franz Beckenbauer, catalogado como el mejor defensa de la historia y con más títulos y medallas nacionales e internacionales que Johan Cruyff, estuviera por encima de éste último en el olimpo del fútbol. Confluimos en que Cruyff está primero.

Salvo pocas excepciones como la del brasilero Oscar Schmidt, máximo anotador de todos los tiempos con 49.737 puntos anotados en las ligas de Italia, España y Brasil (nunca jugó en la NBA), en el baloncesto es casi imposible ser un jugador histórico si no eres, primero, un buen jugador defensivo, lo cual depende, paradójicamente y en buena medida, de un buen juego de pies, como en el fútbol.

Si Jordan no hubiera sido, además de un gran atacante, un eximio defensa, elegido una temporada como el mejor y nueve veces en el mejor quinteto defensivo de la liga, seguramente no hubiera ganado los títulos que consiguió, ni tampoco hubiera sido el mejor jugador de la historia.

Pocas veces me he creído aquello de que el pueblo y el público son soberanos, pero cada vez que la tribuna corea el “¡Defense, defense!” tiene razón. Es una ilusión ver un defensa que logre parar a un Jordan, a un Lebron, a un Durant o a un tal Stephen Curry.

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