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“No se puede dar una prueba de la existencia de lo que es más verdadero, la cosa es creer. Creer llorando.”
La hora de la estrella. Clarice Lispector.
Correr se me ha vuelto un momento de conexión intensa con mi centro desde un estado exaltado en el que cuerpo y mente trabajan juntos cerca de un límite y recurren a ensoñaciones para estimularse. Correr me fascina y me aterra, en el sentido de dejarme perpleja. No deja de ser duro jamás. Cada vez que me amarro los tenis soy consciente del esfuerzo que enfrento, pero también de la satisfacción garantizada. Creo que era Murakami en su De qué hablo cuando hablo de correr quien describía lo radical que es ese punto en el que el cuerpo pasa del reposo al movimiento, cómo se acelera el corazón durante esos primeros minutos, la sensación de extenuación casi sin haber empezado. En mí algunas veces es tan fuerte, que me parecen imposibles los kilómetros por venir. Entonces evoco a Murakami y recuerdo que cada una de las veces he superado ese primer impulso sufrido —tal vez como la página en blanco— para alcanzar el ritmo en el que el cuerpo fluye y la mente sueña con ligereza y profundidad en medio de la agitación.
Pensé en eso al empezar el año porque, por más eneros vividos, por más que sepamos que hay que recibir un día a la vez para convencernos de que podemos, nunca deja de aparecer esa especie de vacío amenazante, la sombra de un año entero por delante en el que casi todo es incierto y no sabemos si las fuerzas serán suficientes. Disfrutamos los días de descanso, pero ahí está la espinita descontando los que quedan. Y, con suerte, el día siempre llega. Es así como, a veces, estando frente al paisaje con el que soñamos, viajamos con la mente a la rutina de la que se supone que descansamos. Estamos acostumbrados a evadir el presente, incluido el que idealizamos, tal vez porque, como dice el poeta Rafael Guillén, “Todo lo bello es triste mientras exista el tiempo”. Ahí el valor de la meditación, para saber regresar al presente de forma consciente cuando lo hemos enviado a un segundo plano.
Me mostraba mi mamá una foto de la Navidad de hace tres años, la familia reunida y rodeada de naturaleza, incluidas personas que ahora no estaban por una u otra razón, y me decía: “Si en ese momento hubiéramos sabido lo que teníamos y lo rápido que podía desaparecer…”. Es todo cierto: la falta de certezas, el temor cada vez antes de empezar, los sueños que lo seguirán siendo, la capacidad de continuar en medio de la duda, el paso del tiempo, la necesidad de anclarnos al presente y, al mismo tiempo, la urgencia de seguir soñando.
Dice la enorme Clarice Lispector en La hora de la estrella: “El hecho es que tengo en mis manos un destino y sin embargo no me siento con el poder de inventar libremente: sigo una oculta línea fatal. Estoy obligado a buscar una verdad que me supera.” Perseguimos esa propia verdad de la que sabemos poco, en un baile permanente entre lo consciente y lo inconsciente, la energía y el agotamiento, la convicción y la renuncia, la ilusión y la desdicha, la esperanza y la angustia. Ese baile es la vida, nadie se libra de él.
En medio de mi baile, a veces veo a mi esposo concentrado en algo y voy a abrazarme al calorcito de su espalda. Me recuesto en ella en silencio y lo siento acomodarse, quedarse muy quieto así haya terminado lo que hacía para que yo no me vaya. En ese calorcito hay una especie de sosiego que no tiene nombre, pero que tal vez sea la fuerza del presente.
Hay que dibujar con intensidad las dichas para recordarlas, para saberlas posibles, para amarrarnos los tenis acariciando anticipadamente la sensación que habrá al terminar de correr, y que así el camino se inunde de ensoñación. “Los hechos son sonoros pero entre los hechos hay un susurro. Es el susurro lo que me impresiona”, dice también Clarice Lispector, y yo coincido desde lo más profundo. Es el susurro de la vida el que me lleva de la mano entre los puntos ciegos.
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/catalina-franco-r/