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Atenea fue el nombre del arquetipo que construí mientras leía el libro Cuerpos, de Noemí Casquet. En esta novela, Ruth, la protagonista, es una joven de mi edad quien, sumergida en una depresión, encontró en el uso de pelucas, mientras acompañaba a su madre a morir de cáncer, la posibilidad de ser otras mujeres. Ruth fue Electra, potra, diva, que se sabe dueña de la mirada masculina; con ella se permitió experimentar una mujer soberana de su cuerpo, de su placer y de la ciudad.
A la par, experimentó ser Laura, la mujer perfecta, fit, de otro estrato social, tímida y solapada, quien acumula experiencias para contarle a sus amigas en restaurantes y cócteles, con suficiente prudencia y suspicacia para mantener la intriga y no verse como una total bandolera.
Asimismo fue Minerva, una mujer que experimentó otro mundos, que no sabía poner límites y terminó siendo víctima de un putero misógino que la violentó bajo el título de prácticas sadomasoquistas. Luego de verse siendo tres mujeres más, sin saber quién era Ruth de verdad, se enfrentó a la muerte de su madre y con ello, a la agonía de su propia vida, pues no sabía cómo lidiar con todas las mujeres que había sido en un mismo cuerpo.
A la par de terminar el libro, una amiga joven me dijo que estaba teniendo un trastorno alimenticio, pues su peso no constrasta con su percepción; ella no sabe cómo tramitar que hoy muchas personas le están diciendo que la ven más grande. Claro, cuando la vemos, ya no vemos una a adolescente, sino que vemos a una mujer profesional, autónoma, libre, que se está haciendo a pulso. Una mujer que está creciendo, y su cuerpo, al igual que su ser, se está moldeando a esa nueva mujer que está siendo. Lo triste es que nadie le dijo que así como su ser cambia, su cuerpo también, y ésto, más que un problema, es una maravilla de la vida.
¿Por qué tenemos que sentir otros cuerpos para aflorar todas las mujeres que hemos sido? Nunca nos enseñaron que nuestros cuerpos cambian, mutan, crecen, enferman, envejecen y viven las experiencias de acuerdo a los cursos de vida; ellos reflejan, al igual que nuestras conciencias, las mujeres que estamos transitando.
Nos pidieron ser mujeres que maduran en cuerpos juveniles. Esta disociación nos dice que la materialidad que habitamos debe de tener aprobación, mientras el alma, el sentir, aquello que también nos configura está en otros momentos de reflexión y de tránsito.
En ocasiones yo también me desconecto; no sé que mujer estoy siendo y tampoco sé que cuerpo estoy teniendo. Esta desconexión se refleja en todas mis faltas de cuidado, los pocos actos de conciencia y de amor sobre esta materialidad; a veces, pareciera que puedo estar en un piloto automático que me disocia de quien pienso, siento y actúo, y este cuerpo las carga a todas.
Por eso, cuando estoy así, llamo a Atenea, esa otra mujer que quiero que me habite, una que se sabe diosa, soberana, libre, sensual, que se sabe dueña de su mirada y ha domado la mirada masculina. Llamo a Atenea, porque sé que a Lu no le está siendo suficiente. A veces ella llega y me da fuerzas, pero en otros momentos no aparece; la veo tan lejos de mis propios hilos de conciencia que siento que me debo inventar otra para sobrellevarme.
Pero, otras veces, Atenea le dice a Lu que todo está bien, que son la misma mujer y son compañeras en esta experiencia terrenal. En momentos se abrazan frente al mar y se admiran mutuamente, mientras vuelven de una meditación, una lectura, unos minutos tirada en la cama, o frente a las lágrimas que las acompañan mientras miran el horizonte.
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/luisa-garcia/