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Cuidar el corazón (una reflexión sobre la amistad)

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Dice Fernando Savater que la vida es demasiado corta para pasársela temiendo y odiando, y si a algo le temo es a llegar a odiar: a que el corazón se me dañe. Hay que cuidar el corazón, para lo cual es necesario preservar el amor y la amistad. De eso quiero hablar: de cultivar la amistad y proteger el corazón. Lo segundo depende en gran medida de lo primero.

Creo en la amistad, cómo no, si tengo amigos y amigas como pocas personas, sin proponérmelo, porque no soy de los que quiere quedar bien con todo el mundo. Me quieren y, sobre todo, me cuidan. Cuento con ellos en las malas, y, más importante aún, en las buenas. De hecho, hay dos puertas por las que se accede a la amistad. La primera, cuando le cuentas tus errores, dolores y miserias a otro, porque ahí quedas vulnerable ante él. La segunda, cuando le compartes tus logros, conquistas y bienaventuranzas, porque sabes si esa persona es solidaria en la felicidad o solo en el fracaso, que es lo propio de los envidiosos.

Cuando hablo de mis amigos y amigas, que no alcanzo a enumerar aquí, es porque han pasado muchas veces por el tamiz de estas dos pruebas y siguen ahí, firmes, algunos como rocas: esos se han convertido en hermanas y hermanos del alma. He procurado ser recíproco. Me considero amigo -incluso de algunos que no lo son conmigo-, aunque confieso que en los últimos años no los he cuidado como quisiera o pudiera; entiendo si pierdo alguno. Eso sí, nunca me he aprovechado de sus debilidades ni flaquezas, y me conmuevo con sus glorias, solo que hoy me siento frágil para acompañarlos y cuidarlos como desearía.

Precisamente esa debilidad creciente en mi carácter, proviene en buena medida de no cultivar, como se debe, la amistad, y de descuidar el corazón. No soy demasiado ingenuo ni idealizo mucho la amistad, pero me he equivocado con unas cuantas personas. El problema, que me costó mucho entender, no era o es de ellos, es mío, por no escuchar algunas intuiciones o no comprender algunas señales.

Le he dado entrada a algunos envidiosos, que normalmente son personas insufladas por su ego, y cegadas por una sutil pero profunda vanidad, porque son políticamente correctos -demasiado (too much)-, pero incapaces de solidarizarse con tus (mis) instantes de gloria y felicidad, y cuando no los pueden aguar, han hurgado y expuesto mis flaquezas, aun cuando algunos han cosechado de lo que yo o juntos hemos sembrado.  

Claro, la primera reacción ha sido defensiva: culparlos a ellos de todo. La segunda ha sido, con mucho dolor, pero por gracia, reflexiva: era previsible que sucediera y yo no me percaté y abrí el corazón más de lo que debía. La consecuencia lógica, luego de pasar por estos dos momentos, es terminar con la rabia más grande que le pueda dar a un ser humano: la rabia con uno mismo, por imbécil.

Cuando eso sucede no solo se cierra la puerta de la amistad, sino que también se abren la del rencor y la del odio. Más por fortuna que por virtud, no estoy hecho para odiar. Eso no lo he sentido ni siquiera por quien abusó sexualmente de mí cuando apenas contaba con cinco años. La medida del odio es desearle el mal a otro y nunca he sentido algo siquiera parecido. Pero sí he llegado a sentir rencor o animadversión por esas personas: manchas en el corazón.  

Por gracia también, con el tiempo y reflexión mediante, termino asumiendo mi responsabilidad por darles más entrada de la cuenta y entonces empiezo a manejar la distancia de rol adecuada con esas personas. Siguen siendo colegas o compañeros, pero no amigos, o por lo menos míos. Afortunadamente tampoco mis enemigos. No lo soy de nadie y, que sepa, tampoco tengo, si entiendo por tal cosa el que te odia y te desea el mal. Malquerencias debo tener varias, pero no advierto enemigos en mi vida.

Admito, con tristeza, que yo, que soy tanto corazón, hoy tengo el mío arrugado y compungido. Latiendo para sobrevivir y sin fuerzas para cuidar a mis amigos y a mis seres queridos, que tanto me cuidan. Esta columna no pretende ser una excusa, pero quizá sí una explicación, que no es lo mismo que una justificación.

Volviendo al inicio y a Savater, realmente no temo a odiar -ya dije que no traigo ese defecto de cuna-, pero no puedo negar que yo, que en tantos momentos he sido temerario, hoy vivo preso de mis temores, pero confío que con el cariño de mis amigos y familia, y cuidando el corazón, pueda liberarme. Vita brevis y hay que vivirla para gozársela.


Otros escritos de este autor: https://noapto.co/pablo-munera/

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