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El pasado 5 de mayo, luego de conocerse la extradición de alias Otoniel, jefe del Clan del Golfo, buena parte del noroccidente del país fue declarado en paro armado por la organización criminal. Las calles de municipios como Apartadó, Turbo, Caucasia, Segovia, Lorica, Puerto Libertador, y otro par de docenas quedaron desiertas. Al viernes 6 de mayo ya se contabilizaban al menos diez asesinatos de personas que habían “incumplido” la orden de parte del Clan del Golfo, la quema de varios vehículos y las amenazas dirigidas a negocios, medios de comunicación locales y personas que se resistieron a la situación.

El paro armado se ha utilizado por diferentes fuerzas ilegales en Colombia para señalar su disposición y posibilidad de controlar un territorio y su población. Es una de esas mímicas extrañas que las organizaciones armadas realizan del mismo Estado, ecos de la capacidad de determinar la libertad de movimiento y decisión de las personas. “Nosotros” parecen decir “también podemos definir la vida de las personas que tienen la mala suerte de vivir en los lugares dónde operamos”. Es demostración de fuerza y al tiempo, resonancia de su aspiración de ser una versión monstruosa del Estado.

La captura de Otoniel y su eventual extradición también resaltan lo que muchos comentaristas han señalado por estos días, la lucha contra la Hidra que sigue siendo la guerra contra el narcotráfico. Cabezas cortadas que se reemplazan inmediatamente o en el mejor (¿o peor?) de los casos, luego de una violenta definición de herencia dentro de la organización, mientras que la capacidad real de los grupos armados dedicados al negocio se mantiene. Paralizar a punta de violencia y miedo a toda una región del país es nueva y a la vez bien conocida evidencia de lo lejos que está Colombia de resolver el problema de la violencia asociada al narcotráfico.

Nuestra terca insistencia en seguir abordando este problema sin considerar seriamente alternativas en términos de reducir la enorme rentabilidad del narcotráfico y llevar un despliegue de estatalidad integral a estas regiones del país es una enorme injusticia. Cientos de miles de colombianos viven su vida bajo reglas de juego absolutamente distintas a las de sus compatriotas, sobreviven bajo pequeñas tiranías que pueden llegar a ser terriblemente efectivas a la hora de ejercer su poder y control.

A todas estas personas les debemos la pregunta, sincera y recurrente hasta que tenga respuesta, por la forma cómo enfrentamos este problema. En este otro mundo en el que muchos vivimos y aplican otras reglas, es lo más justo.

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