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En las últimas tres semanas he sentido que mi mundo se derrumba nuevamente frente a mis pies, sin ningún consuelo, ni permiso, ni perdón. El estar otra vez a la expectativa del qué será (aunque siempre lo esté sin darme cuenta), otra vez camillas, exámenes médicos, doctores, la UCI, la habitación a la que no quería volver en mi vida. Puntos, catéter, horas de espera. Regalos, almuerzos caseros que amigos nos traen para distraer nuestra angustia. También el recibir videos de famosos deportistas, cantantes, actores y actrices que le desean éxitos en su cirugía. Lágrimas porque sí y lágrimas porque no.
Antes de que entrara a cirugía le dije que él es mi compañero de vida. Sin importar novios, novias, esposos, esposas, hijos o sobrinos; es él con quien comparto al papá y a la mamá, a los perros, la casa. Con quien comparto el color de los ojos, la talla de los zapatos, la forma de las cejas. Y aunque no compartamos caminos de vida, es con él con quien comparto la certeza de que siempre tendré a alguien al lado, sin necesariamente seguir mis pasos sino confirmando que estoy yendo a donde debo estar.
Le dije que era el mejor hermano del mundo. Que haber podido reconstruir nuestra relación ha sido hasta ahora la mayor felicidad de mi vida, porque entiendo que me tuvo que dar una segunda oportunidad, después de lo alejados que fuimos en nuestras infancias. No es una despedida, le dije también ante su tristeza. Le dije que ahorita en la tarde nos veíamos, y que cuando yo me devolviera para la universidad sí podíamos llamarle a nuestro abrazo una despedida. Frunció el ceño cuando lo chuzaron con su primer catéter, y la mamá dirigió un ejercicio de respiración para que pudiera manejar el dolor, y más que todo, la angustia.
Siento que me inundo cuando no soy capaz de reemplazar mi cuerpo con el suyo. Cuando vi su frustración porque su cuerpo tuvo que ser socorrido por la mano de un cirujano de nuevo. Me inundo ante la idea de una vida sin él, de una vida sin los años que pensé tenía prometidos por el solo hecho del compartir nuestra existencia.
Entonces, cuando me inundo, recuerdo su fuego. Recuerdo su calma, incluso ante el caos externo que podemos confundir como propio. Me acuerdo de como me coge la mano con fuerza, así la tuviera que estirar y meter entre los huecos de los bordes plásticos la camilla. Como después de saber lo que sucedería me abrazó con más fuerza de lo normal, y escondió su cara entre el hueco de mi cuello, aunque él ya sea más alto que yo.
El ver sus ojos verdes, que a ratos también son color sol, me reconecta con el hoy, como si estuviera caminando entre bosques, respirando una brisa tropical, o mirando las estrellas debajo del manto de una noche sin luna. Sigue aquí, está bien, para eso es la medicina, pienso constantemente. Seguirá aquí, estará bien, no necesitaremos más de esta medicina, es lo que quiero pensar. No he encontrado las palabras que describen con exactitud lo que es él para mí, ni lo que ha sido vivir lo peor una segunda vez. Con seguridad algún día lo haré. Pero sí encontré las palabras para expresar como me he sentido sobre el resto de la gente.
Lo primero que sentí cuando me informaron que volveríamos a vivir una cirugía suya fue una presión en el pecho similar a la que siento cuando nado hasta tocar la arena del fondo del mar. Los oídos tapados, los pulmones hinchados con aire que la boca ya quiere expulsar con desesperación. Sofía, mi hermana más que mi amiga, me abrazó mientras ella también lloraba. Me recordó el respirar, para no hiperventilarme.
Sentí también una soledad profunda porque pensé que nadie podría entender lo que estaba viviendo. Así como nadie podrá entender lo que sintieron y pensaron los papás, nadie podría entenderme a mí, como su única hermana. Pero me he dado cuenta de que, aunque eso sea verdad, no importa.
No importa que no sepan lo que siento, ni que nunca hayan vivido algo parecido. Porque la empatía humana, que es lo más hermoso que tenemos, es tan grande, es tan expansiva y es tan infinita, que termina permitiéndonos sentir por el otro y desearle al otro lo mejor sin necesidad de atravesar las mismas experiencias en carne propia. Porque la empatía no es ponernos en los zapatos del otro esto no quiere decir que vayamos a caminar en ellos. La empatía es el superpoder que tenemos de ponernos en la piel del otro.
Hace cinco años, como he contado en columnas anteriores, encontré ese acompañamiento en mis amigas del colegio, en mi profesora favorita, en quien entonces era mi novio. En mis abuelos, mi tía, mi tío, mi tía abuela. Mis amigos de las extracurriculares, mis compañeras de voleibol. Y esta vez, como si hubiera hecho algo muy bueno en la vida para merecerlos, tuve a los integrantes de No apto.
La segunda persona que supo lo que estaba viviendo fue el director de este medio. Y unos días antes de la cirugía compartí lo que estaba pasando, pidiéndoles como un favor a quienes escriben, editan, narran, y lideran No apto sus buenas energías para mi hermanito. Han preguntado sobre la salud de Jaco desde que supieron, me mandaron fotos usando azul el día de la cirugía como símbolo de buena suerte. Me abrazaron como si me hubieran visto más de media docena de veces en nuestras vidas. Y reconfirmé el valor humano que hay detrás de donde escribo cada semana.
Gracias por pensarnos, por recibir con amor las actualizaciones sobre el estado de mi hermano. Por desearle suerte no solo a él, sino a toda nuestra familia. Por ponerse a disposición de nosotros, por ocuparse (en vez de preocuparse) en pro de nuestra tranquilidad y fortaleza. Gracias por ser. Gracias por su empatía, que no conoce límites ni barreras. Gracias por recordarme que cuando me inundo, están ahí las palabras para socorrerme. Y también está ahí un grupo de personas, que más que escribir, hablar, debatir y discutir, sienten. Gracias por sentir.
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/salome-beyer/