Hay una línea que nunca deberíamos cruzar: la de justificar la violencia. No importa el país, la bandera ni la causa. Los abusos de poder, los secuestros, la tortura o los castigos colectivos son inaceptables bajo cualquier circunstancia. Sin embargo, esa línea se está borrando —y lo más preocupante es que buena parte de la sociedad aplaude mientras ocurre.
En Gaza, más de 138.000 personas han muerto hasta octubre de 2025: 20.000 niños asesinados por bombardeos, decenas de miles más por hambre o enfermedades, con más del 99% siendo civiles. Hay quienes justifican esos ataques porque dicen que “Hamas está ahí” y que, por tanto, hay que “acabarlos”, aunque mueran inocentes. Pero aceptar que los fines justifican los medios —que matar civiles es un daño colateral necesario— es una lógica peligrosa: sería como pedir que una potencia extranjera bombardee Colombia porque aquí hay narcos y grupos al margen de la ley incrustados en la sociedad. La idea de que la presencia del enemigo justifica el castigo indiscriminado borra la frontera entre la justicia y la barbarie.
En Colombia ya conocemos esa historia. Durante los años más oscuros del conflicto armado, paramilitares —con apoyo o silencio de sectores del Estado— irrumpieron en pueblos enteros masacrando campesinos y desapareciendo ciudadanos señalados como “sospechosos” sin pruebas ni procesos judiciales. Las llamaron “operaciones de limpieza”, como si eliminar vidas fuera una forma de ordenar el territorio. Historias como las de Los espantos de mamá, de Gilmer Mesa, evocan el dolor de las madres que aún buscan a sus hijos en las fosas comunes del país. Y lo más grave es que muchas de esas atrocidades se justificaban como un mal necesario para “restaurar el orden”.
El problema es que cuando el Estado actúa como los violentos que dice combatir, pierde su legitimidad moral. La fuerza legítima no radica en la capacidad de destruir, sino en la de garantizar justicia dentro de la ley. Si el Estado rompe sus propios límites, deja de ser autoridad y se convierte en otro actor armado más.
Y, sin embargo, los discursos autoritarios ganan terreno. La promesa del orden absoluto seduce a una ciudadanía cansada de la corrupción, la inseguridad y la ineficiencia. Pero detrás de esas voces que prometen “mano dura” suelen esconderse líderes con pulsos autoritarios y actitudes antidemocráticas, dispuestos a sacrificar libertades en nombre del control.
No se trata de ingenuidad ni de debilidad. Los Estados deben ejercer autoridad, con acciones legales, judiciales y de inteligencia, para combatir a quienes amenazan la seguridad nacional. Pero una cosa es aplicar la ley con firmeza, y otra muy distinta es celebrar la violencia. Lo primero fortalece a la sociedad; lo segundo la degrada.
Me duele escuchar a personas cercanas repetir frases como “bala es lo que hay que dar” o “este país no puede tener tibios”. Son el reflejo de una cultura que ha empezado a ver la brutalidad como virtud, que confunde autoridad con abuso, y que cree que la justicia se impone a gritos.
El problema no es solo político, es moral. Hemos perdido la sensibilidad frente al sufrimiento, y mientras tanto la justicia sigue fallando: procesos lentos, fiscales saturados, víctimas olvidadas. Esa ineficiencia deja el terreno perfecto para el fanatismo, para quienes prometen orden sin ley y castigo sin juicio.
La salida no está en endurecer los discursos, sino en fortalecer las convicciones. Y eso exige tres cosas:
Firmeza legal: perseguir el crimen con rigor, pero dentro del marco del derecho.
Justicia eficiente: que las víctimas encuentren respuesta antes de que el dolor se convierta en rabia.
Humanidad activa: acercarnos al sufrimiento ajeno, no para cargarlo, sino para entenderlo. Porque toda víctima, incluso la más lejana, representa a alguien que podría ser nosotros.
La paz no se construye con miedo ni con fuerza, sino con límites claros y una conciencia crítica.
Si como ciudadanos no somos capaces de indignarnos frente a la crueldad, terminaremos siendo parte de ella.
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/daniela-serna/