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Sales esperanzado. Waze promete 40 minutos, pero existe una falsa esperanza en ti de que ya está empezando a aflojar la hora pico. Pues ome, a las 7 de la noche, ya las venas de la ciudad deberían empezar a destaparse de su flujo mecánico, ¿cierto? Pones música que te gusta. Vale la pena hacer placentero ese tramo de apenas 3 kilómetros que debería ser rápido si no fuera por la existencia de todos esos otros seres humanos. Bajas las primeras dos curvas con tranquilidad, apenas te topas con 3 o 4 placas amarillas que se atreven a rodar de manera rápida. Pero te topas con el primer reto a tu paciencia: una novedosa luz roja. Esta se va rápido, con la distorsión que le da al tiempo una desesperación todavía tapada. Cuentas, siete, ocho, nueve carros al frente tuyo. No hay ninguna duda de que vas a pasar en el primer intento por debajo del palo que sostiene ese rectángulo de esquinas suaves. Pero no, cuando ataca el color verde, un Renault manual manejado por un conductor imperfecto que precisamente está frente a ti, se distrae con su celular, o fracasa en zafar el clutch sin que rebote la caja, y te regala unos diez segundos de furia pura y es el primer indicio que quizá, Waze tiene razón.

Entonces ahora sí eres el primero frente al semáforo que prometiste pasar, y te das cuenta que sonó una canción sin tu permiso. Pero bueno, logras andar unos tres o cuatro minutos a una velocidad aceptable, entonces tu frustración vuelve a pasar a segundo plano, y te enfocas en lo que vas a hacer cuando llegues a tu destino y hasta sacas el tiempo, de manera irresponsable, de hacer una cola de cuatro canciones que te acompañen por el incognito tiempo que queda en el trayecto. Quizá llegues antes de que se acabe. Pero llegas a la verdad. A la razón que Waze o Google Maps profetizaba que te ibas a demorar cuarenta minutos: una fila sin final visible de luces rojas que le sonríen a tu paciencia con bordes maléficos. Entonces ahora sí te impacta en el pecho un calor intangible y tu putería se filtra en la figura de tus cejas y el agarre de tus dedos que rodean un timón que se va a mover muy poquito. Y así son los próximos 25 minutos, hasta que se empieza a asomar una vez más ese semáforo lejano. Después de 25 minutos moviendo tu talón como un metrónomo entre el freno y el acelerador. Seleccionando canciones sin ganas y negándote a cantarlas porque no tienes la energía ni la actitud. Y maldices a todos los urbanistas que jamás hayan existido por la falta de planeación, a Ford por haberse inventado los carros y a ti mismo por haber nacido. Pero lo cruzas. Sobreviviste el trancón. Y ya solo quedan 2 minutos de andar fluido y delicioso hasta que te asomas a la portería que representa un oasis para tu salud mental. Y cuentas: 40 minutos exactos desde tu salida.

Parqueas. Coges tu celular, tu billetera, pones tus pies en el piso y les regalas circulación con una estirada indisimulable y dejas atrás tu carro. Sin olvidar que mañana, el mismo trancón, los mismos semáforos y la misma putería te estarán esperando.

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