Corruptos somos todos

Corruptos somos todos

Dicen que los dichos populares son sabios. Unos efectivamente lo son, otros no tanto, casualmente los más recurrentes. Precisamente uno de los más cacareados está entre estos últimos: “cada cual habla del baile según como le vaya en él”. Suele decirse en un tonito tan contundente que implica acuerdo o complacencia con dicho enunciado, dando a entender que no solo es así, sino que debe ser así.  

Pocas cosas tan faltas de sensibilidad y buen sentido como convenir con tan pobre precepto. No se necesita llegar a la mayoría de edad en sentido kantiano para rechazar tal exabrupto. Basta un mínimo de conciencia para discernir la figura del fondo, para diferenciar entre el baile en general y mi experiencia en particular. Calificar el baile únicamente de acuerdo a mis conveniencias, gustos e intereses da cuenta de una miopía, egoísmo y falta de empatía que va desde el egocentrismo hasta el autismo.

Lo más preocupante es que este tipo de egoísmo vital está tan arraigado en nuestras sociedades “liberales” e individualistas que suele determinar eso que llamamos mentalidad colectiva y termina truncando casi todo proyecto de vida en sociedad, en donde el bien común debe prevalecer sobre los intereses particulares, como condición indispensable para la convivencia.

En otras palabras, con mayor o menor consciencia somos cómplices y complacientes con una actitud vital que trunca cada más la posibilidad de fortalecer lo público, esto es, lo que nos compete y afecta a todos, por lo cual no debe confundirse ni reducirse a lo estatal. No debemos olvidar que entre más sólido sea eso público más fuertes serán nuestras instituciones y más y mejor podemos ejercer nuestros derechos y libertades. 

Sin embargo, al tiempo que somos mezquinos con nuestro compromiso político, criticamos férreamente a nuestra “clase política”, entre otras razones, porque no piensan sino en sus intereses particulares y nunca en los de la sociedad a la que deben servir. Pero estamos, quizá sin saberlo o proponérnoslo, auspiciando, desde el voto, esta cooptación particular de lo público que se conoce como corrupción. Somos implacables con los políticos de oficio y autocomplacientes con nuestra actitud política. 

En esta época electoral en dónde la pregunta más cotidiana puede ser “por quién vas a votar”, sería más interesante preguntar para quién vas a votar: ¿para la mayor parte de la población o básicamente para mí y mis seres queridos? En concreto, ¿votamos por un candidato que beneficie nuestros intereses y gustos así sepamos que atenta contra los de la mayoría o por aquel que es capaz de gobernar o legislar priorizando el bien común, aunque a corto plazo pueda afectar mis intereses particulares? ¿Por aquel cuyo baile nos complace solo a nosotros o a unos pocos o por el que organiza un buen baile para disfrute de todos, así inexorablemente algunos terminen insatisfechos? Para satisfacer prioritariamente los deseos individuales, existen otros espacios por fuera del ágora contemporánea. El ámbito natural no es el político.

Sé que no es fácil y es hasta ingenuo en nuestras sociedades y tiempo plantear esto, pero también es lo mínimo que se le debe exigir a cualquiera que se precie de (buen) ciudadano en su sentido más amplio. Pero si no somos capaces de subordinar nuestros intereses particulares a los generales a la hora de votar, no tenemos derecho a quejarnos de la corrupción, porque corruptos seríamos todos. 

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