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El mundo es una olla. Leo los titulares de las noticias y no me provoca detenerme en ninguna. En Santo Domingo Savio una perra murió porque un falso veterinario le practicó una cesárea, dos senderistas se toparon con un cadáver en un cerro del corregimiento de San Cristóbal, un joven de trece años apuñaló a un profesor en un colegio en Castilla, un ladrón arrastró por la calle a una mujer luego de asaltarla, un hombre drogó y prostituyó a su esposa durante años en Francia, la guerra entre Israel y Gaza ya cumplió once meses, Donald Trump acusa a los inmigrantes de robar perros y gatos para comérselos y así crear una nueva oleada de xenofobia y racismo en un país que bastante sufre por eso.
Violencia y más violencia. Estoy convencida de que, por lo menos en Colombia, una de las causas de tanta desdicha es la bulla que nos pone cada vez más alertas, intranquilos, intolerantes.
Afuera hay mucho ruido. Motos y carros que pitan como si eso moviera el tráfico, máquinas perforadoras para arreglar los andenes olvidados durante una administración nefasta, vecinos que se enrumban cada fin de semana, niños en clases de piscina que gritan los sábados por la mañana, personas que andan con su celular a todo volumen viendo videos de Tik Tok en un supermercado, en un banco, en un ascensor y hasta en la sala de espera de un hospital.
No me parece gratuita tanta violencia e intolerancia en las ciudades. ¿Es que con tanto aturdimiento quién puede vivir, pensar, descansar? Parte de habitar una ciudad es también encontrar espacios silenciosos y que la fiesta y la música sean una excepción. Hoy el silencio es un lujo. Hay que buscarlo como una especie de retiro espiritual, y eso que ni así se escapa del bullicio.
El representante a la cámara, Daniel Carvalho, está liderando un Proyecto de Ley para una política pública contra el ruido en el país. El 11 de septiembre fue aprobado en tercer debate en la Comisión V del Senado. Es increíble que algo tan básico como lo es poder estar en silencio haya llegado a un nivel de complejidad tan alto que sea necesario regularlo desde el congreso.
Es que hasta en una tienda de un centro comercial se aturde uno con el volumen de la música cualquier día de la semana a cualquier hora. En los bares y los restaurantes es imposible conversar pues la música estridente se impone.
Hace unos días, el Real Madrid suspendió los próximos conciertos que iban a realizarse en el Santiago Bernabéu debido a las quejas de los vecinos por el ruido. Dicen que si fuera en un barrio popular, no habría sanción. Pasa lo mismo en Medellín y en Colombia: llamar a la policía para que haga que los ruidosos se calmen es un asunto de privilegio. Tristemente hay lugares que no conocen el silencio y en los que no existe ningún control.
¿Cómo puede uno vivir tranquilo si todas las noches tiene que aguantarse la fiesta del vecino, el bar que cierra a las cuatro de la mañana, o las motos y los carros circulando a todas horas y las fábricas que nunca duermen? El ruido nos vuelve locos o, como ya lo estamos, la manera de camuflar nuestras angustias y carencias es haciendo más ruido, para que el bullicio interior no se note.
Es urgente la Ley Contra el Ruido que propone el senador Carvalho. Pero es también necesario un cambio en la mentalidad y en cómo concebimos los espacios que habitamos. En el silencio germinan las grandes ideas, y en este país hace rato dejamos de escucharnos.
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/amalia-uribe/