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Comencé a escribir frases e historias cortas a los ocho años. Tengo una libreta con fecha del año 2005 en la que recopilé todo lo que había escrito hasta ese momento. Fue mi papá quien despertó en mí este interés por las letras. Un día me estaba llevando al colegio y escuchamos en la radio una noticia sobre unos ataques de la guerrilla en una zona del país que no recuerdo. Le pregunté qué era la guerrilla y me contó la historia de aquellas personas que, despojadas de sus tierras, por allá en los años 50, decidieron alzarse en armas e irse a vivir al monte hasta convertirse en un grupo armado ilegal. Le dije que era la primera vez que oía sobre la guerrilla y que tenía miedo de vivir en Colombia. Mi papá me dijo: “No tengas miedo, mejor piensa en escribir un libro sobre el día en el que te enteraste de la guerra en tu país”. Toda mi vida he pensado en ese momento. En esa epifanía, como la del coronel Aureliano Buendía quien recuerda, frente al pelotón de fusilamiento, el día en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Escribir ha sido mi hielo.

Siempre me ha parecido fascinante ver mis pensamientos escritos en un papel. Los veo más claros, me permiten tomar distancia de ellos y procesarlos. Pero mi papá también me decía: “Escribir es un acto en doble vía: hay que leer”. Entonces me enamoré también de la lectura, de la propia y de la de otros. Me obsesioné, como me gusta decirlo, con la condición humana.

Recuerdo con especial cariño a Hans Magnus Enzensberger quien, con su libro El diablo de los números, me hizo olvidar no solo de las angustias que enfrentaba en mi niñez, sino también de los problemas matemáticos que me suponían un dolor de cabeza en el colegio. Este maravilloso libro fue una gran terapia psicológica, una clase divertidísima de matemáticas y una aventura inolvidable como lectora principiante y aspirante a escritora como me gusta pensarme.

A esos primeros autores que uno lee se les guarda un cariño excepcional y un lugar privilegiado en la biblioteca de la casa para honrarlos y releerlos. Lo dijo Antonio Muñoz en su conferencia La sombra del lector, equiparando a escritores y lectores como habitantes de dos soledades simétricas: “Para escribir, como para leer, hace falta una habitación propia, que esté situada al mismo tiempo fuera del universo y en su mismo centro, pero la ficción también va con nosotros cuando estamos solos en medio de una multitud y observamos las cosas (…) A veces, el libro, la ficción, es nuestra habitación invisible y nuestra máquina en el tiempo”.

Esas soledades simétricas que menciona el escritor español no son más que ese lugar espacial o temporal en el que, quienes leemos o escribimos, nos sumergimos. Es un punto de la existencia en donde ambas se confunden. El tiempo de la escritura es un silencio imperceptible o, en palabras de Bohumil Hrabal, “una soledad demasiado ruidosa”.

De todas estas ideas sueltas y dispersas, del encuentro de los autores que he leído, de las experiencias de mi vida, especialmente de las que me han ayudado a descubrirme y confrontarme, de la necesidad de contar y moldear la realidad mediante el lenguaje, y de muchas otras cosas que seguro desconozco, pero las letras me ayudan siempre a descifrar y comprender, nacen estas columnas. Todo esto es un impulso espontáneo que me obliga a sentarme cada ocho días frente a una pantalla para escribir, a veces sin saber muy bien cómo hacerlo ni sobre qué. Es un combate. El pelotón de fusilamiento es la hoja en blanco, a la que observo con el estupor de los hallazgos, de las invenciones más misteriosas, de las creaciones más inusuales.  

Y estos textos míos, pero que una vez escritos ya no me pertenecen, no son un punto de llegada. Son el comienzo del camino literario con el que soñé cuando era niña gracias a quien me llevó a conocer el hielo. Y lo cuento hoy aquí en este espacio en el que llevo once meses desnudándome, porque hoy es primero de octubre y mi cumpleaños es el veinte, y porque no encuentro una mejor forma de celebrarme a mí misma y de recordarme lo que ha sido mi viaje, que escribiendo.

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