Escuchar artículo

Uno de los mayores riesgos de crecer en Colombia es aprender la creencia de que la vida “correcta” transcurre en un extremo de la realidad. La polarización del país no es asunto de las últimas décadas, es como una herencia que no se agota y que transcurre entre generaciones con el disfraz del supuesto carácter: conmigo o contra mí.

Esa polarización es muy dañina, entre otras cosas, porque evita que comprendamos que la política no es asunto solo de días electorales. Las concepciones políticas, bien formadas o no, permean la vida cotidiana de cada uno; lo político se manifiesta en el ámbito público, pero también en el privado. Se expresa en las decisiones y formas del día a día, en cómo concebimos el mundo y en cómo nos relacionamos con los otros, porque cada decisión es también un ejercicio de poder. 

Asumir la vida desde una única orilla es limitar la mira a un ángulo muy cerrado. Y los efectos de esta postura terminan siendo aterradores: lo primero es que hace que vivamos en guerra. Nuestra existencia se reduce a pequeñas batallas cotidianas; encontramos enemigos en cada esquina y el cuerpo, la mente, el espíritu, el corazón se dedican a demostrar que ellos, los de allá, son feos, brutos y malos. Los de aquí tenemos la razón, gozamos de más inteligencia y de habilidades indiscutibles; y esto es suficiente para imponer, de cualquier manera, nuestra verdad.

El segundo efecto es que solo aprendemos dos estrategias de reacción: la violencia o el apabullamiento. “Le doy en la cara…” o, me dejo dar. Así como solo hay dos maneras de concebir el mundo, así mismo solo hay dos salidas. Esas batallas diarias, que nos desgastan, que nos angustian, hacen que estemos a la defensiva y que queramos acabar, en sentido literal y figurado, con el otro. O, en el otro extremo, por la imposición de la fuerza, terminamos abusados, sin herramientas para defendernos, sintiéndonos culpables, y claro, cediendo ante aquel que habla y obra más duro.

Como tercer efecto, esa permanente sensación de guerra, de estar resolviendo la vida en medio de la disputa, hace que perdamos de vista la perspectiva de asuntos que podrían ser más trascendentales en nuestra existencia. Se nos agota la capacidad de argumentar y nos desborda la falaz ilusión de tener la razón y, por tanto, ser mejores. Asumimos como cierto solo aquello que se parece mucho a quienes ya somos. En la discusión respetuosa, en la diferencia, no encontramos posibilidades de cambiar para mejorar con los otros.

Y, este es, tal vez, uno de los efectos más contundentes; pues, el vivir a la defensiva, en lucha permanente por los mínimos sentidos de identidad, nos hace más manipulables. Aquellos que están en cargos públicos y privados con alta incidencia en las decisiones colectivas, saben que la gran mayoría está gastando sus energías con enemiguitos cotidianos. Y así, entonces, serán menos los que alcen la voz para exigir y denunciar. Es mejor mantener los ánimos caldeados y a la gente desinformada, encandilada con los reflectores de las redes sociales, empobrecida, porque así, mientras tanto, mientras unos se creen rebeldes y asumen la vida en guerra; los otros dejan sin alimento a los niños, borran las grabaciones de cámaras, y se llevan todo para su orilla, donde rechonchos, repiten: conmigo o contra mí.

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/maria-antonia-rincon/

5/5 - (2 votos)

Compartir

Te podría interesar