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Recuerdo el día en el que ocurrió el atentado contra las torres del World Trade Center, en Nueva York. Lo recuerdo como el día en el que reconocí por primera vez una tragedia. Recuerdo, también, que ese año del colegio nos llevaron a escuchar el testimonio de un hombre invidente que había podido evacuar a tiempo para estar contando la historia.
El mundo entero lloró a quienes murieron ese día y digo lloró porque las tragedias mueven fibras en desconocidos que pocos eventos logran. Hoy hay en el lugar en el que alguna vez estuvieron estas torres un memorial con la totalidad de los nombres de quienes perdieron la vida. Sus familias tienen un lugar, más allá de sus tradiciones religiosas, en el que podrán recordar y ritualizar desde lo atemporal el evento que los cambió para siempre. Las tragedias en el mundo, por supuesto, continuaron.
Esta semana se cumplen dos años de la tragedia que cambió por completo mi vida. Dos años de tener que empezar anhelando lo nuevo: la vida, el esfuerzo, la dimensión y el entendimiento. Y ha sido nuevo porque el fondo que trae la tragedia hace que la vida, aunque más difícil, sea también más simple.
En el lugar de la tragedia, a pesar del paso del tiempo, no hay nada –nada con vocación de permanencia–: ni una causa cierta ni un memorial que permita ritualizar su recuerdo. Sus nombres y los de las otras noventa y cinco personas que murieron quedan hoy en el recuerdo de lo que un día fue noticia.
Hoy, en la intención de un ritual de entrega por su vida –que ya he dicho que es el movimiento y la capacidad de reconocer el desenlace–, velo por un entendimiento colectivo que nos permita conmemorar las tragedias. Eso es lo que nos une: la capacidad de lograr el encuentro con otro a través de una vela, una nota, una fuente, o una piedra tallada. Y ahí, con el otro, es que podemos ver algo de luz.
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/valentina-arango/