Por estas fechas no estamos celebrando el día de los niños, estos tampoco eran días llamados a festejar vulgarmente el azúcar, ni mucho menos son tiempos satánicos. El mal llamado y manoseado Halloween fue realmente una fiesta pagana en muchas tradiciones que celebraba el fin del verano. Se creía que durante esta época se abría un portal mágico entre vivos y muertos. Para los celtas el Samahin era sagrado. Brujas, brujos, druidas, magos y hechiceros le daban inicio a la época oscura, la temporada de invierno, donde la oscuridad representaba el ir adentro, resguardarse para pensarse. La temporada donde se abría la conexión entre el cielo y la tierra. Ya poco sabemos de estos rituales que llenaban de sentido a las antiguas comunidades. Estamos desprovistos de estas historias, no solo porque eran trasmitidas de forma oral, sino que le debemos su desvanecimiento al horror de la inquisición, a las iglesias que todo lo que no entendían lo acababan, lo quemaban, lo evaporaban, y homogeneizaban a las tribus con sus fiestas religiosas monoteístas.
Malleus Maleficarum fue el inicio del fin para uno de esos roles y ritos sagrados, fue el manuscrito que terminó con las brujas. Un manual del horror para cazarlas, que se redactó en 1486 en Alemania por la pluma de hombres llenos de miedo ante el poder de las mujeres. Fue el permiso explícito para quemar, matar y torturar a millares de mujeres por ser consideradas seres inferiores, débiles y maléficos. Las persiguieron por curar con yerbas, por entonar canciones a la luna, por parir solas, por hacer amuletos y predecir cosechas en sueños, por ser solteras o viudas, por sangrar una vez al mes, por sus cuerpos provocativos, por hacer hechizos para la fertilidad, la abundancia y alejar la mala suerte. Fueron miles de hogueras prendidas para acabar con ellas, cientos de caminos recorridos a caballo en su búsqueda. Torturas, gritos y oraciones en latín para – en nombre de Dios- prenderles fuego. Huyeron a los bosques, se escondieron en áticos, fingieron ser damas elegantes, se casaron para sobrevivir, fingieron ser lo que no eran para salvar su pellejo y sus secretos.
Hoy, ocho siglos después, seguimos con temor a la palabra bruja. Utilizamos eufemismos que le son útiles al comercio y celebramos una fecha de disfraces que ahora es una temporada desprovista de toda magia sagrada. Tal vez sea el momento de recordar, de salir a la calle a reclamar la luna, la cosecha, los cantos. Es momento de revivir los ritos y creer en brujas y hechiceros.
Algunos de esos secretos están siendo revelados por hombres y mujeres, hijos de esas brujas que no se dejaron quemar. Están regresando las recetas mágicas hechas con plantas para curar desde el mal de amores, hasta los dolores del cuerpo. Vuelven tímidamente las danzas druidas, sufíes, árabes, que invocan con el cuerpo el poder de todos los elementos. Empieza a sentirse menos ridículo y más sabio hablar de las fases de la luna y de su relación con nuestras emociones, con nuestras aguas internas. Cada vez más se acude a astrólogos y oráculos, sin el temor de ser quemados en la hoguera. Vamos entendiendo la relación de la ciencia con la magia. Nos estamos emancipando poco a poco de las ideas misóginas y fantasiosas de las religiones tradicionales, pero falta mucho todavía para que pongamos a las brujas y a los magos en el lugar que les corresponde, y sobre todo nos queda un largo camino para reconocernos en ellos y asumir el poder que tenemos dentro. Ese al que tanto temían los cazadores de brujas: la posibilidad de sentir y pensar por nosotros mismos, oyéndonos, encontrando en la naturaleza y en el cosmos las señales para vivir en abundancia y armonía.
Que esas mujeres no hayan muerto en vano defendiendo la magia de todos. Honremos hoy a Isis, Lilith, Cirse, Yemayá, Doña Julia, Juana de Arco, pero también a las brujas de tu vida: tus abuelas, las campesinas de nuestras tierras, las curanderas, parteras y yerbateras, que todavía hoy siguen dedicando sus horas a los menjurjes, las plantas, la poesía, la danza, los acuerdos con los animales y los baños de luna.
La mejor forma de honrar a nuestras brujas es no repetir su historia. Ellas ya recorrieron por nosotras caminos dolorosos que no nos corresponden. Festejarlas es vivir una existencia más plena, más libre, sin cadenas. No tenemos que ser brujas que quemen, es hora de que las brujas vivan entre nosotros, es hora de salir de los bosques y poner en el centro la caldera.
En estos días de brujas, en este Samahín que durará, según los celtas, una semana más, conjuro para todo un buen invierno. Que cada uno pueda escribir un encantamiento, que busque con la intuición -que es donde vive nuestra sabiduría mágica- las plantas, los artilugios y las recetas para que le acompañen a terminar un año con bienestar.
Que puedan invocar al norte, al sur, al oriente y al occidente para manifestar la intención de su alma con fuerza, que cuiden a los suyos y curen con sus manos a sus amados, que les pidan a los cuatro elementos abrir el entendimiento, que barran con escobas la mugre de sus casas, de sus corazones y comiencen de nuevo; que usen los espejos para mirarse de frente, reconociendo su poder y abrazando su oscuridad. Que recojan helechos para hacerse invisibles cuando quieran ir adentro y encuentren prímulas para revelar lo que está oculto. Que regalen pócimas de romero, lirios, tomillo y apio para que permanezcan jóvenes nuestras mentes y no envejezcan nuestras ganas de vivir. Que hagamos cinturones de dijes para protegernos de los malos líderes, ahora que todos quieren engañarnos. Que Aramelín nos permita leer su grimorio para conocer el Ars notaria, el hechizo para no perder la memoria y así tomar buenas decisiones.
¡Qué pierdan fuerza esos que nos quitan la magia, esos mismos que matan a las brujas y silencian los hechizos! Aquellos que reemplazaron la intuición por la mente, las mandrágoras por los dogmas, la flor de borrachero por el borracho, las escobas por los fusiles. ¡Conjuro!