Con los ojos apagados

Detrás del vidrio del hábitat hay una gran felina blanca de nariz rosada dormida sobre la manga.  Las miradas de niños, de viejos, de hombres y mujeres se clavan sobre el animal, que se despierta y camina, confundida, buscando los aromas que la despertaron.

Fuera de su hábitat hay un plástico con varias fotos suyas, fotos que muestran a un animal que nunca se había visto.

Cuando llegó sólo sabían que era una hembra escuálida, que podía ser desde un gato hasta un tigrillo. No hay ningún punto, mancha o roseta que revele qué puede ser. Tiene el pelo blanco, ralo y revuelto, y los ojos entrecerrados, que se veían opacos, pues no los había abierto en muchos meses. Estuvo varios días tirada en el suelo, respirando lentamente mientras la examinaban, la medicaban, y le embutían comida para que no muriera de desnutrición.

Desde que la encontraron estaba enfermiza: había sido reportada en Amalfi por unos campesinos. Unos días después recogieron a la criatura y la llevaron a rehabilitación en Corantioquia, donde manejan los recursos naturales del departamento.  El animal estuvo casi seis meses allá, donde se movía con mucho esfuerzo dentro del guacal, se dormía por horas, se tambaleaba y comía pedacitos de comida. Si nadie la hubiera encontrado habría muerto en la naturaleza, pues no tenía cómo defenderse. A esa cría seguramente su madre la debía haber abandonado para que muriera en la naturaleza.

Pero esa no fue su suerte.

Las montañas de Amalfi, Remedios, Segovia y otros pueblos están deforestadas y erosionadas por la minería y la ganadería. Los animales silvestres quedan cada vez más aislados, sin tener cómo encontrar comida, u otros miembros de sus especies. Algunos buscan comida y refugio más cerca a los pueblos, otros se quedan en los bosques, pero se ven en peligro de tener menos alimento, y de conseguir aparearse. En Corantioquia sostuvieron que esta felina es albina porque sus padres y otros antepasados podrían ser primos, hermanos, o algo más, y al aparearse entre ellos por muchas generaciones se borró cualquier color que tuviera su piel.

La albina llegó al Parque de la Conservación pesando apenas un kilo. Pensaban que era un yaguarundí, un pequeño felino de pelaje rojizo u oscuro, parecido a un puma, pero apenas más grande que un gato, conocido por ser solitario, y porque algunas veces llega a trepar árboles. Este animal es diurno, y compite por presas con otros felinos.

La felina se recupera, y crece cada vez más. Cada vez es menos probable que sea un yaguarundí, pues las hembras llegan a medir 66 centímetros, mientras que ella ya mide casi 70. Su pelo pasó de ser revuelto y opaco a ser liso y brillante. Es más probable que sea una cachorra de margay, de jaguar o de tigrillo, felinos nocturnos que evitan el contacto con los humanos. Compiten por la comida y otros recursos, y los cazadores, por sus pieles llenas de manchas doradas y negras; los buscan para hacer carrieles, cinturones y otras prendas con ellas, no tanto como pasaba antes que hubiera controles de tráfico ilegal, pero, en las plazas de mercado, las ferias, e incluso al borde de las carreteras, se pueden encontrar en venta. 

Mientras se recupera la tienen en observación, en un patio de asoleo de cuarentena. El piso está lleno de orines. La felina ahora pesa 8.4 kilogramos, escarba en los rincones y a veces se choca con los equipos médicos, como si no los viera.

José Alejandro, un etólogo que hace entrenamientos con ella, se dio cuenta de que la luz de las lámparas parece molestarle. Todos los días la ve jugando a cazar presas imaginarias dando zarpazos al aire, buscando algo hasta que las patas caen con fuerza en el piso. Da pasos bruscos, torpes, descoordinados. Busca a José Alejandro, se mete entre sus piernas y se soba la cabeza contra sus muslos, ronroneando como un gato.

Hasta que alguien prende la luz. Cuando la luz aparece, la albina se va corriendo a un rincón oscuro. Es algo raro, una señal para revisarla. 

El oftalmólogo saca una linterna, la prende, y apunta directo a sus ojos. La felina esquiva la luz, maullando, y se va a una esquina. Se acercan a revisarla y encuentran unas manchas de irritación en la retina.  

A ese extraño animal lo separa del mundo una barrera con la que nunca podrá vivir en la naturaleza. La felina albina vive aislada por un manto borroso que tapa los colores, las formas, los espacios, y para un animal silvestre, los peligros. Sus ojos no definen nada, son ojos apagados a los que les estorba la luz directa.

Algunos zoólogos pensaban en liberarla cuando se recuperara, pero al ver que es ciega descartaron todas sus propuestas. El Parque de la Conservación es su hogar definitivo.

La felina despierta en un nuevo hábitat. No siente el olor de sus marcas, ni las baldosas del piso, o a los cuidadores. Siente algo suave que se le mete debajo de las patas, y escucha un pitido intenso, que se hace cada vez más fuerte. La albina sigue el sonido hasta que encuentra una caja de cartón.

Dentro de ella un olor se le mete por la nariz, esperando por ella, una presa que no pone resistencia. La carne se va deshaciendo entre sus dientes, y el ruido suena cada vez más pasito hasta desaparecer. 

Hay muchos olores nuevos, olores de marcas cerca de ella, de comida, olores parecidos al que ella desprendía. A los que tienen esos olores los oye moverse, con algunos acechando lentamente, otros corriendo, saltando, aunque se oyen y se huelen lejos, separados por algo. Estaba rodeada por otros felinos, separados en distintos hábitats.

El patio de cuarentena está lleno de olores de animales, pero son olores agrios e intensos, como si sus pelos, sus orines y sus excrementos estuvieran podridos. En ese nuevo hábitat los olores, aunque intensos, son frescos, de animales sanos.     

En las cámaras se ve a la felina corriendo por el hábitat, escarbando entre la tierra, acostándose sobre la tierra hasta que amanece.

Hay una sábana de luz que envuelve todo, difuminando la oscuridad. La felina baja un escalón, siguiendo un aroma, un aroma dulce que se viene de muy adentro de una persona que la mira detrás del vidrio. El sudor le cae por la espalda llegando hasta la nalga, que se alcanza a sentir debajo de los olores de una loción, y de otros animales que pasaron por sus manos.

Ha crecido hasta medir cien centímetros de largo y pesar dieciocho kilos. Se acerca al frente del hombre, de su entrenador. José Alejandro logró que sus movimientos sean delicados, elegantes, que no dependa de lo que ve para moverse, sin resbalarse, sin caer. Aunque en sus ojos azules pálidos no hay más que manchas borrosas tapando al hombre ella sabe que está ahí. Lo siente, su huella de olor es única. Sabe que con él está segura. Aunque no tiene nombre, ni la mima como lo haría como mimaría a una mascota, la albina lo busca cuando está cerca.

Unas horas después llega más gente. Niños, hombres, mujeres, viejos, jóvenes parados frente al vidrio, sus aromas bombardean el hábitat, y la felina, que estaba dormida en un rincón, despierta.  La gente desprende olores de lociones, perfumes, helados, crispetas, gomitas. Una mezcla de sudor, leche, que puede ser fresca o agria, algo pesado que se unta en el aire y se esparce entre los niños y sus papás, todo se condensa en una fina capa de olor. La albina va buscando el olor, corriendo por todas partes tratando de entender qué está mirándola.

 El equipo de etólogos diseña métodos para que se mueva por el espacio, que busque la comida, que se porte como lo haría estando en la naturaleza, o por lo menos tratarlo. A la mayoría de los animales del Parque de la Conservación les hacen entrenamientos visuales. Con un animal ciego de nacimiento necesitan estimular sus otros sentidos.

 Por la noche, cuando el Parque está solo, la felina oye pitidos que se le meten entre los oídos hasta que encuentra una caja llena de carne de vaca. Se mueve con ansiedad buscando qué hace el ruido, pero no encuentra nada. Está frustrada, oyendo algo que no sabe qué es.

Reacciona mejor con los aromas.

Después de ver muchas veces en las cámaras que los ruidos la alteran empezaron a dejarle en la comida cajas con fragancias.

La albina seguía un olor intenso y suave, que se hacía más fuerte hasta que encontró el pedazo de carne. El olor de la menta pasó acariciándole la nariz, entrando por sus fosas nasales y dejándolas impregnadas por él.

Las fragancias de cereza, vainilla, albahaca, se pegan en el hábitat y en el pelo de la felina. Los olores la acarician, le raspan el pelaje, la envuelven y brincan en el aire. Cada olor es como un pincel que le da forma a cada curva, cada cuerda, cada cosa que hay dentro de su hábitat. 

Después de hacerle pruebas de Citocromo Oxidasa I y NADH Deshidrogenasa 5, genes del genoma mitocondrial distintos en cada especie, y después de un año cuidándola, llegaron los resultados:

El leopardus pardalis, conocido en Colombia como ocelote, es el tercer felino más grande del país. Su pelaje, con manchas negras y doradas, se confunde fácilmente con otros felinos como el jaguar, el tigrillo o el margay.  Puede habitar desde selvas hasta desiertos, y se distribuyen desde Texas hasta Argentina, y en su hábitat natural es uno de los carnívoros más importantes de la cadena trófica, porque no cazan presas tan grandes como los pumas y los jaguares. Como los otros miembros de su especie en libertad, la albina tiene hábitos nocturnos.

La noticia se vuelve una sensación. En unos días la ocelote aparece en breves de los noticieros, en los periódicos, en las publicaciones de Instagram. Los periodistas buscan entrevistas con los etólogos y veterinarios del Parque para hablar de un animal único en el mundo.

La ocelote albina está dormida sobre la manga, mientras un grupo de niños la mira, y una guía les cuenta su historia, que llegó allá porque los corredores ecosistémicos de su especie están en riesgo, y que el hecho de que esté con vida es una señal de esperanza, pero también de alerta para que otros animales puedan encontrar comida y refugio. Ya no se sobresalta cuando los olores entran a través del vidrio. Un niño pone la mano sobre el vidrio. La ocelote despierta y camina lentamente hasta quedar frente a él. El niño sonríe al ver sus ojos azules, como si fuera una gran gata blanca, pero ella solo ve manchas borrosas, y siente un intenso olor a leche y a algo pegajoso que está en el aire.

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/miguel-echavarria/

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