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Por: Juan Manuel Uribe
“La [lucha] más tenaz, la más primaria pero a la vez ambiciosa, (…) y la que mayor esfuerzo ha pedido, es la establecida contra la muerte y el dolor, contra el hambre.”
Esto escribe el autor Ramón Andrés en su libro Pensar y no caer, antes de mostrar las cifras desbordadas del despilfarro de alimentos que se lleva a cabo a diario en el mundo. El desperdicio no es opuesto a la guerra contra el hambre sino su consecuencia. Es la compulsión de rematar al muerto, de humillar al condenado, de seguir por una vía que terminó cuando no se sabe cómo volver.
No sorprende que la gloria contemporánea sea la acumulación de comodidades. Llevamos siglos luchando y matando en función de comer, y cualquier cosa por encima de lo necesario ha sido un regalo divino, sean las especias, el chocolate, el té, el opio. Hoy vivimos en carne y hueso la fantasía del pozo infinito de las comodidades, pero tenemos ya las cifras aterradoras que están en su fondo cercano.
La saturación de comodidades, en sí preocupante, trae algo más grave: la pérdida de sentido. Libres de la necesidad nos llega, sutil y punzante, la gran pregunta por el sentido: ¿para qué estamos aquí?
Es fácil evadirla con lo superficial y lo cotidiano, pero las cifras de personas medicándose por ansiedad y depresión, y más trágicamente, las de suicidios -notablemente perturbadoras en adolescentes y niños-, no paran de escalar. Vivimos una era de crisis de sentido.
Los suicidios, las adicciones y el despilfarro son sólo algunas de sus manifestaciones. En el fondo es la indiferencia y el descuido del individuo. El individuo es el portador de vida, dice Carl Gustav Jung. La vida ocurre con cada individuo y en cada individuo, y la noción de una realidad externa y objetiva, tangible y comprensible, es tan falsa como ingenua.
Entre nuestra falta de sentido y nuestra obsesión por la comodidad cala una actitud común de no estar de acuerdo con nada, de no tomar partido, de estar por encima de todo. Nuestra medida de la inteligencia y de la verdad se ha vuelto el alcance de lo impersonal, de lo objetivo, de alguna Verdad por encima de las verdades, del tal sentido común; en breve: creemos que el argumento más válido es el que no se presta a juicios ni críticas, que corresponde con el orden divino y perfecto y no con el mundano. Y esta ligera pero profunda equivocación conlleva consecuencias graves para la vida.
No estoy abogando por el egoísmo ni pretendo romantizar una época premoderna en que el hambre daba cierto sentido a la vida. Quiero simplemente señalar que en el estatus de semidioses en que nos hallamos se nos está olvidando que no hay mayor muerte que la supuesta inmortalidad, y que nuestra comodidad y nuestra falta de consciencia individual nos están asesinando en muchas más maneras de las que vemos. Estoy hablando del fenómeno político actual.
Un hombre es, sin remedio, solamente un hombre. No puede ocultar su carácter ni sus imperfecciones detrás de consignas con las que todos estén de acuerdo pretendiendo ser así no un hombre, sino una idea. No hay mayor mentira ni mayor engaño.
Mucho se ha dicho de que Gustavo Petro no se deja criticar, de que pretende ser un mesías. Basta con observar la manera en que su discurso ha evolucionado para saber que no es así, pero hay que ir más allá: Petro ha sido criticado por sus adversarios y por sus seguidores, y cuando sea presidente sabe que estará cuatro años recibiendo críticas constantes. Tenemos muchísimo material escrito y hablado por él para saber cómo piensa y qué defiende y sabemos, cada uno, con qué estamos de acuerdo y qué le criticamos. Rodolfo Hernández aprovecha lo poco y nada que sabemos de él pues sabe que no incomoda demasiado a nadie, ¡pero ocurre que se nos está montando un político de quien ni siquiera sabemos qué diablos planea hacer, en qué cree ni qué busca, y mucho menos si estamos o no de acuerdo con él!
Hay algo peor y más irónico: aquella ingenuidad de preferir a alguien que no incomode, aunque sea un completo don nadie, es esencialmente propia de quien busca en su líder a un mesías ¡pues se le da más valor a la falta de imperfecciones que a las creencias de un individuo! Ante todo, la falta de errores se acerca más al ideal de la perfección, y las creencias siempre pueden ser falseadas, atacadas y desmontadas.
Piensan que Rodolfo no debe ser tan grave, pues no es demasiado incómodo ni demasiado arriesgado, y que puede ser una transición mientras esperamos el gran político que una al país en cuatro años. Pero sí es grave y sí es muy arriesgado. Es darle la silla de mando a un desconocido, a un loco, a alguien que se hace el chistoso pero es violento, que ataca la corrupción y está imputado por corrupción, que no ha dicho si votó sí o no al plebiscito, si quiere o no fracking, si quiere o no glifosato. Por lo poco que sabemos, puede estar listo para estrellar el avión cuando se ponga de mal humor.
Asumir la imperfección, nuestra imperfección y nuestra mortalidad es dejar morir la adolescencia y avanzar a la adultez. Elijamos, como adultos, a un hombre que, imperfecto, se pone de pie frente a un país para defender sus ideas humanas, y no a uno que se esconde, mintiendo, en la vaguedad de su ausencia y en la sombra de no ser.
Elijamos a Petro.