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Imagínese que su país llega a la final del mundial para enfrentarse a la selección local. Ha sido un proceso difícil: los jugadores no han tenido las mismas condiciones y tiempos de preparación que los del equipo rival, han sufrido bajas y lesiones, el organizador del torneo ha expulsado e inhabilitado a jugadores clave, etc. Aun así, el día del partido, con el árbitro y todo en contra, su equipo baila y golea al rival. Después de un triunfo tan contundente, del que todo el mundo fue testigo, se decide dar el título al equipo derrotado. Ante la natural protesta y reclamación de su país, unos cuantos hinchas del equipo derrotado sugieren repetir el partido. ¿Si hubo un claro ganador, por qué habría de cuestionarse su victoria?
Es algo similar a lo que está pasando en Venezuela. Han pasado ya veintidós días desde el apabullante triunfo de Edmundo González Urrutia en las elecciones presidenciales de Venezuela. Veintidós días en los que, sin tregua, la dictadura de Nicolás Maduro ha asesinado a cientos y retenido a miles por la simple expresión de su voluntad democrática en las calles o las redes. El dictador se aferra al poder, aunque cada vez más aislado.
El régimen sostiene haber ganado los comicios y se niega a iniciar la transición democrática, todo esto sin mostrar una sola acta que valide su oscura “victoria”. Al enérgico pedido de publicación de actas por parte del TSJ chavista y el reconocimiento de González como presidente electo por parte de algunos miembros de la comunidad internacional, contrasta la actitud de Colombia, Brasil y México. Este último abandonó cualquier intento por convencer al dictador de dejar el poder de forma pacífica y tomó una posición que favorece ampliamente a Maduro y compañía. Mientras tanto, los otros supuestamente adelantaron diálogos a través de los escasos canales diplomáticos dispuestos por el sátrapa. Sin embargo, luego de dos semanas, Lula y Petro han optado por quitarse la máscara de demócratas y han quedado como legitimadores de la dictadura, dándole un escupitajo certero a la voluntad popular venezolana.
Los presidentes “progresistas”, que tan duros son con otras democracias y gobiernos que se salen del radar de su obtusa ideología, hoy juegan a ser los más pragmáticos estrategas diplomáticos. Se abstienen de llamar las cosas por su nombre y recurren a la maroma retórica para evitar decirle dictador a Maduro. Proponen, entre otras, la locura de un gobierno de cohabitación en el que el dictador y la oposición cogobiernen. También sugieren la repetición de elecciones ya que, según ellos, “no hay claridad sobre el ganador de las elecciones”, pero la propuesta más hilarante y contradictoria viene de Petro, quien propone emular un modelo de Frente Nacional, que, entre otras cosas, fue uno de los hitos fundacionales del grupo terrorista en el que delinquió.
Edmundo González es el presidente electo de Venezuela, algo que no admite discusión alguna; las pruebas están sobre la mesa. Lo único que podría negociarse, siendo eso sí, una enorme concesión, sería la transición del poder a cambio de la no persecución de sus cabezas y sus fortunas. Un sapo grande que habría que tragarse. Sin embargo, Maduro y compañía parecen atornillarse más y más al poder, lejos de aceptar el generoso indulto.
Más allá de cualquier idealismo limítrofe con la ingenuidad, ¿qué hace pensar a alguien que Maduro se irá por las buenas del poder a gozar de un buen retiro cuando, en su posición, cuenta con un enorme poder y la chequera infinita del petróleo y el tráfico de drogas? Gordo favor le hace a la dictadura quienes optan por esas vías, que rebajan la presión y dan oxígeno para consolidar la usurpación del poder. La historia parece habernos dado ya varios ejemplos de cómo acabar exitosamente con ese miserable género de criminales que son los dictadores. Por mencionar algunos: Mussolini, Ceaușescu, Huseín o Gadafi son modelos de cómo una movilización cívico-militar logra deponer una tiranía.
No faltan quienes se escandalizan, atrincherados en un pedestal moral, de que ese sea un fin posible a la dictadura: el del uso de la fuerza legítima en favor de la libertad del pueblo. Unos cuantos bienpensantes señalan con sus largos e inquisidores dedos a quienes esgrimimos esta como una salida viable, la califican de fácil y cómoda. Ellos, que no han sentido el rigor de que los terroristas de Estado toquen a sus puertas para llevárselos en la madrugada; ellos, que no han sido torturados y retenidos por manifestarse, o que no han tenido que caminar kilómetros de trocha con las pocas cosas que cupieron en una maleta hecha de afán. ¡Qué pusilánime es tachar de guerreristas a quienes piden lo que parece razonable: que las fuerzas armadas dejen de matar civiles en nombre de una dictadura y se pongan del lado del pueblo para defenderlo! Ellos, que por fortuna viven en democracias, ostentan una comodidad pasmosa frente a los que sufren el yugo de la tiranía.
Otros escritos de este autor: https://noapto.co/samuel-machado/