A principios de este año fui muchas veces al Museo Casa de la Memoria en Medellín, ya que estaba haciendo un proyecto del colegio allí. Este museo conmemora las víctimas de un conflicto que no se ha acabado, en el cual se revictimiza a más personas todos los días. Recorrí el Museo con los ojos encharcados en algunos momentos, con un vacío en el estómago, y con dolor en el pecho. Inclusive con ganas de vomitar cuando llegué a la Sala central y vi exhibida una foto tomada por Jesús Abad Colorado, donde se ve el brazo de una mujer, tallado a punta de cuchillo con las siglas de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC). Dieciocho paramilitares le tallaron a la mujer las siglas de las AUC en el brazo luego de secuestrarla y violarla en Medellín en el 2002. Yo nací en Medellín en el 2002.
Y aquí comenzó esta reflexión que me ha tomado varios meses poner en palabras.
Ser mujer en Colombia tiene unas particularidades, una historia, unas complejidades desconocidas para el resto de la población mundial. Claro está, todos los colombianos hemos sido víctimas en algún momento de nuestras vidas del efecto catastrófico que generó, y sigue generando, la cultura narco, la violencia, el bipartidismo, la corrupción, el vandalismo, la violencia intraurbana. Particularmente en Antioquia, vivimos la cruda realidad de una guerra civil combinada con la influencia de un hombre que Netflix ha vuelto a poner en un pedestal después de varias décadas de muerto. Más de uno hemos escuchado el “plata o plomo” de un gringo en el exterior luego de decirle que somos de Medellín. Claro, todos somos víctimas, hijos de la violencia. Pero nosotras, las colombianas, vivimos en carne propia mucho más el efecto de la cultura narco en las mujeres.
El ideal de belleza presentado por los Narcos en los ochentas y noventas sigue sometiéndonos a la idea de realizarnos cirugías estéticas, nos lleva a quemarnos el pelo para que sea lo más rubio y liso posible. Lleva a que nuestras mamás y papás pregunten quién es la familia del fulanito con el que estamos saliendo, porque “¡Qué tal que sea traqueto!” “¡Qué tal que terminemos como fulanita! “Enredada” con personas “malucas”. Las colombianas le tenemos un miedo particularmente fuerte a la violencia sexual, porque sabemos que en cualquier momento puede ser nuestro nombre en el reporte de Medicina legal. También sabemos que en nuestro cuerpo, como bien lo documentó Jesús Abad Colorado, quedaron las marcas de la guerra en Colombia. Para “marcar territorio”, grupos subversivos laceraron a las mujeres con cortadas después de violarlas. Vimos, además, la violación de Yuliana Samboní, y nos aterrorizó la facilidad con la que nos pueden desaparecer, con la que nos pueden asesinar, sin importar la edad que tengamos. Por otro lado, de la violación de la niña emberá aprendimos que de nada sirve un emblema, un uniforme militar. De nada sirve un entrenamiento de la fuerza pública, ni el juramento para proteger a los colombianos.
Nada de eso sirve si nos quieren hacer daño, porque siempre lo van a lograr.
Así es cómo la mujer colombiana ha sido sometida a tres diferentes tipos de abuso, muy propios de Colombia. El primero es la cultura narco, que nos cosifica a tal punto que nuestro valor es reducido a nuestra apariencia física. No es extraño que haya visto a niñas vomitando en baños lo que se comieron en el almuerzo, que las haya visto llorar por comerse más de un brownie, que compañeritas mías no pudieran hacer educación física porque todavía tenían los puntos de la cirugía. El segundo abuso es la guerra, con todos sus actores. La guerrilla, los paramilitares y el Estado. Y cuidado, no se asusten con este último abusador. ¡Claro que el Estado es un actor de violencia contra las mujeres! Si no me creen a mí, créanle a la Corte Interamericana de Derechos Humanos, que declaró al Estado colombiano como cómplice en el caso del secuestro y violación de la periodista Jineth Bedoya. Y finalmente, el último abusador es el patriarcado. Ese mismo que empodera a los otros abusadores.
Entonces sí, como quiera que a usted le parezca, las colombianas, con A, somos vulnerables todo el tiempo y estamos desprotegidas.