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Cuatro y media de la mañana, el primer chirrido del día viene desde los rieles de los vagones que desfilan hacia la línea B. Media hora después el concierto continúa a cargo del vecino que calienta el carro acelerándolo como si estuviera en las 500 millas de Indianápolis. Mientras ingenieros de todo el mundo trabajan en hacer motores cada vez más silenciosos, en Medellín los mecánicos se especializan en hacerlos más ruidosos, la paradoja del mofle.

A las seis el rugido ya es permanente, sube desde la autopista, San Juan y la 65, y solo bajará su intensidad a las diez de la noche. Es una especie de homenaje diario a la pequeña Detroit de Gonzalo Arango.

Luego entra la orquesta de megáfonos que ofrecen diariamente la rifa de un mercado, aguacates al punto para el almuerzo, todo el repertorio de frutas tropicales e importadas, tamales cuya masa es más rica que la carne, carcasas y cargadores para celulares, medio litro de helado. Le abren paso a los músicos callejeros que intentan hacerse unas monedas en el semáforo.

Entran en competencia con almacenes que creen que si no tienen una emisora sonando en un parlante colosal no van a hacer ninguna venta, solo los opacarán al final de la tarde los pitos de los conductores desesperados por llegar a su casa en plena hora pico. Por algún motivo, Medellín siempre está en obra, sumando decibeles con el martillear permanente de algún obrero.

La noche es tiempo para reivindicar un derecho sagrado en este valle: que se escuche en un kilómetro a la redonda la música que uno escucha, ejercido desde casas, apartamentos, carros y chivas.

Sorprende que tengamos tímpanos, sorprende que sigamos cuerdos (¿Lo estamos?), sorprende lo acostumbrados que estamos a este bullicio y que pase desapercibido ¿Será que esto no le importa a nadie?

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