Se suele diferenciar entre políticos tradicionales y políticos alternativos. Esta categorización tiene, tanto carácter descriptivo, como valorativo: a los primeros se les asocia con las llamadas maquinarias, el clientelismo, el “voto amarrado” y se les juzga con cierto reproche; mientras que a los segundos se les vincula con estructuras más horizontales de poder, el llamado “voto de opinión” y se les concede cierto mérito.
Esta tipología tiene una especie de utilidad, pues permite entender de una manera simplificada el mundo político. Pero, al igual que cualquier categorización analítica, no describe fielmente la realidad, pues la frontera que divide a políticos tradicionales y alternativos no siempre es clara. Todos los alternativos, al menos los que han logrado tener cierto éxito, han obtenido algún apoyo de políticos tradicionales. Por otra parte, aunque confieso que no tengo datos para sustentarlo, tengo la intuición de que hasta el más tradicional de ellos tiene alguna tanda de “voto de opinión” entre sus electores.
La tipología tampoco es perfecta como herramienta de calificación valorativa de los políticos. A mí, en general, me gustan más los alternativos que los tradicionales. Pero me cuesta no tener un buen juicio de políticos de tradición como Roy Barreras o Juan Fernando Cristo que, con todo lo clientelistas que puedan ser, han jugado un rol de peso en la lucha por la paz de Colombia. De la misma manera, me cuesta ver algún mérito especial en figuras alternativas como Susana Boreal o Fernando Posada, que francamente me parecen efigies decorativas dedicadas a repetir lugares comunes que tienen resonancia entre sus potenciales electores.
Es por lo anterior que las alianzas de políticos alternativos con tradicionales me parecen, no solo normales y aceptables, sino necesarias. Si se quiere genuinamente, por un lado, llegar al poder y, por el otro, hacer algo desde el poder, estos acuerdos son inevitables. Ante la realidad política o se cede un poco en los principios y se tiene alguna oportunidad en la competencia por el poder y en su posterior ejercicio, o el apego irrestricto a los principios se traduce en la pureza moral acompañada de una absoluta irrelevancia.
Pero para los alternativos aceptar la necesidad de dejar atrás el purismo y adoptar el pragmatismo no tiene que llevar a abrazar el cinismo. Los políticos tradicionales no son un grupo homogéneo, ni en lo que pueden aportar a un eventual gobierno ni en su estatus moral.
Una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa, dice la sabiduría popular. No son lo mismo los políticos tradicionales con trayectorias legislativas y/o ejecutivas: (i) muy respetables, como Humberto de la Calle o Cecilia López; (ii) respetables, pero con ciertos cuestionamientos por el manejo clientelista de su poder, al menos en sus nichos más cercanos, como Roy Barreras y Juan Fernando Cristo; y (iii) francamente lamentables, por sus pobres resultados cuando han ejercido el poder y por sus graves cuestionamientos morales por el mal manejo de los recursos públicos y abusos de poder, como Luis Pérez Gutiérrez.
Esto no significa que una alianza del Pacto Histórico, y más específicamente de Gustavo Petro, con Luis Pérez sea imposible de defender. De hecho, ya está siendo defendida por Petro y otras figuras del Pacto con considerable ahínco. Pero defender a un personaje tan cuestionado con el argumento de que en otras coaliciones también hay políticos tradicionales e intentando vender la idea de que el simple ingreso al Pacto es una especie de acto de expiación y purificación de quien, hasta hace muy poco, defendía posturas inaceptables para cualquier proyecto político que se quiera situar entre el centro y la izquierda, es un insulto a la inteligencia de los electores.
Entiendo el pragmatismo de Petro, pero esto raya con el cinismo. Y espero que sepa que esta jugada maestra le puede quitar más votos que los que le puede poner. Tal vez el aguerrido senador, sin quererlo, acaba de darle la estocada final a su larga carrera política. Amanecerá y veremos.