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El martes 6 de junio se cumplieron cinco años desde la cirugía de mi hermano. Ya he contado por aquí cómo me sentí cuando mi mamá me dijo que Jaco tenía una “masita en la cabeza,” cómo me derrumbé a lo película. De un momento a otro estaba caída sobre mis rodillas en el recreo del colegio. He escrito también sobre cómo la adorada esposa de mi primo me fue a recoger al colegio y me llevó al hospital, y cómo todo el recorrido lloré, como si me hubieran dicho que iba para la morgue y no para el hospital.

Llegué, vi a mi papá, y me abrazó. Tenía los ojos hinchados y rojos, y cuando teníamos los brazos envueltos entre el torso del otro me dijo, en el oído, que mi hermano o se moría en la cirugía o no salía igual. Y aunque yo me considero una persona optimista, una persona que intenta ver la belleza en todo, a mis quince años asumí que no iba a seguir teniendo hermano, que mi familia nunca iba a ser la misma. Y tenía razón, porque nosotros nunca fuimos los mismos.  

“Cirugíacumpleaños” le decimos a esta fecha tan especial. Y cada año le cantamos el cumpleaños como si Jacobo hubiera nacido el 6 de junio y no el 13 de septiembre, porque realmente sí fue un renacer, no solo para él, sino para toda la familia. Cada año nos reunimos sus mejores amigos y nuestra familia, y la mamá hace un postre de maracuyá y oreo que a mi hermano le encanta. Cada año también me acuerdo de cómo fueron esas tres semanas en el hospital.

Me olvidé casi por completo de mis responsabilidades académicas, y de los trabajos que me preocupaban. Los profesores me eximieron de los proyectos que me faltaban por entregar, tal vez porque era muy buena estudiante, tal vez por lástima, o tal vez por los dos. El único profesor que no lo hizo fue el de matemáticas, y tuve que mandarle un video, que grabé desde el hospital, explicando cómo funciona la factorización. Claro, mi explicación no tenía ningún sentido, porque realmente lo último que me importaba en ese momento eran las matemáticas, y aunque debí haber perdido la nota de esa entrega, me puso un 2.0 sobre 4. Gané, aunque no aprendí a factorizar hasta dos años después.

Todos los días había visitantes en el hospital. Estábamos en el piso de oncología pediátrica, y dado a que habían logrado controlar la inflamación del cerebro de mi hermano con esteroides, no habían tenido que internarlo en la unidad de cuidados intensivos. Cuando llegaban sus amigos, que también tenían nueve años, se metían al cuarto de Jacobo y aunque aún no entiendo cómo y con qué espacio, jugaban escondidijos. Él tenía agujas y catéteres por todas partes, pero también jugaba. Y mi familia, siempre ahí, siempre presentes, se mantenían en la sala de espera hasta el momento que les tocara la visita en la habitación.

Siempre llegaban con regalos. Con sushi, la comida favorita de mi hermano, con pasteles, con pizza, con alfajores, o gaseosa. La habitación parecía un buffet, lo cual era muy conveniente para mí. Jacobo no se podía comer todo, y siempre, siempre, compartía conmigo. Compartía con todos. El mejor día fue cuando mi abuela llegó con sopa de arroz que había hecho ese mismo día, y claro, plátano maduro, carne molida, aguacate. Me comí los contenidos del recipiente de plástico con tantas ganas, y me di cuenta de que añoraba la casa, añoraba que todo esto se acabara. Quería que volviéramos todos a ver películas en la noche los domingos de almuerzo donde la abuela (aunque por mi rebeldía adolescente nunca los acompañaba), las mañanas de despertarme y ver que mi familia estaba entera, tomando café o milo, cada uno en su cuento, pero juntos.

Desde que vi a la mamá ese primer día en el hospital después del diagnóstico, y desde que se puso a llorar en mis brazos, me prometí que no lloraría al frente de ellos hasta que todo volviera a ser como antes. Claro, las lágrimas salían, por miedo, por terror, por tristeza, por desesperación. Entonces decía que tenía que ir al baño y bajaba un par de pisos. Me encerraba en el cubículo del baño y lloraba, pero solo me permitía cinco minutos, cronometrados, porque necesitaría otros cinco para lavarme la cara y no quería que se levantaran sospechas de que estaba llorando sola en el baño, teniendo a toda mi familia arriba para darme apoyo. No quería causarles más dolor y preocupación. Y cuando me obligaron a reunirme con el psicólogo del hospital me dio mucha rabia. “Yo estoy bien,” le dije entre dientes. “Al que usted le debería preguntar es a Jacobo.”

El día de la cirugía, todos en el colegio se vistieron de azul, el color favorito de Jacobo. Mis amigos me mandaban fotos de los pasillos del colegio, de los profesores, de la asamblea, de las directivas, y realmente parecían el mar. Todavía conservo los mensajes de aliento, y es por esto que nunca borro chats de WhatsApp. Ellos, o ustedes si leen mis columnas, me salvaron. Mis mejores amigas también me llevaron comida india, mi favorita, para almorzar ese día. Nos sentamos todas a comer, y me desconecté un segundo de lo que sucedía.

Mis papás y yo acompañamos a Jacobo hasta el piso de las salas de cirugía. Ya el papá y él tenían sus cabezas rapadas, sin un solo pelo, como nunca los había visto. No había podido ver al papá a los ojos desde que se había rapado. Jacobo estaba en una camilla, con peluches de la suerte, y con una sonrisa que parecía imposible. Parecía estar dirigida hacia mí, diciéndome que todo iba a estar bien, que él, a sus nueve años, iba a luchar no solo por él mismo, sino por mí también. Jacobo me miró con un brillo en los ojos que me calmó, y empecé a contemplar la posibilidad de que todo sí iba a salir bien al final.

La mamá lo acompañó hasta que la anestesia cogió efecto, y el papá y yo nos quedamos al lado del ascensor. El papá llorando; yo no, por la promesa silenciosa que les había hecho. Fueron cinco horas de cirugía, y aunque me había preparado para que Jacobo saliera habiendo perdido la capacidad de hablar, habiendo perdido su personalidad, habiendo perdido su esencia, salió riéndose, preguntando por el marcador del partido del Nacional que se había perdido por su muy inconveniente procedimiento.

Mi hermano es todo y más. Su humor permaneció intacto, pero el brillo en sus ojos pareció aumentar después de la cirugía. Yo solía maldecir al universo, a Dios, por dejar que a un niño de nueve años le diera cáncer. Y en su medida aún lo hago. Pero lo que resultó de esto fue que cada vez que lo veo, aunque estemos peleando o, aunque lo vea por una pantalla, veo la posibilidad infinita de la redención. Volví a confiar en el universo (o en Dios, para los creyentes), volví a confiar en mi familia, volví a confiar también en sus cuerpos, sabiendo que pueden fallar, pero también tienen la posibilidad de regenerarse. Volví a llorar al frente de ellos.

Jacobo volvió a aprender a caminar. Mientras que al principio no podía sostener el cuello solo, empezó a mover el brazo, la pierna, empezó a gatear. Los morados de los pinchazos se fueron desvaneciendo con el tiempo. Volvió a coger un bate de béisbol, volvió a jugar con un balón de fútbol. Y en agosto del 2018 volvió al colegio como si nada hubiera pasado, caminando campante con su lonchera, y claro, con su cicatriz hermosa. Le dije en su momento que esa cicatriz le iba a conseguir muchas pretendientes. Y nos reímos.

La historia de Jacobo nos cambió a todos los que la vivimos, de cerca o de lejos. Cambió mi relación con mi familia, cambió mis niveles de paciencia. Quise reconstruir la relación con la mamá que tanto había dañado, y también la relación con Jaco porque, aunque antes le echaba la culpa a la diferencia de edad, luego de la cirugía lo empecé a ver no tanto como mi hermano, sino como mi compañero de vida, único e irremplazable. También cambió mi perspectiva sobre la vida. Aprovechar cada oportunidad, cada segundo que tengo de respiración, cada instante efímero, se ha vuelto mi segunda naturaleza. Y se puede resumir en lo que le dijo el papá a Jaco cuando, acostado en la camilla y amarrado a máquinas, le preguntó si se iba a morir. “Claro, mono. Todos nos vamos a morir. Pero no sabemos cuándo.”

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/salome-beyer/

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