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En Queensland, Australia, hace algunos años realizaron un experimento comportamental para promover el consumo responsable del agua y disminuir su uso durante las sequías que afectan cíclicamente esta región del planeta. La intervención consistía en informar a través de la factura de servicios públicos el ranking de consumo de cada hogar con respecto a sus vecinos, una retroalimentación que permitía a cada familia saber su posición con respecto a las demás viviendas cercanas a su ubicación. Además del feedback, la factura, mediante gráficas atractivas, daba ideas a las personas sobre el consumo de agua y energía por electrodoméstico y ofrecía consejos prácticos sobre su uso para ahorrar.
El experimento tuvo un éxito importante; ninguna familia deseaba encabezar la lista de mayores consumidores, se redujo el consumo y, lo más importante: se sostuvo en el tiempo una vez desaparecieron los mensajes de las facturas.
Otro ejercicio típico que conocemos desde los estudios comportamentales es el del uso y reuso de las toallas en los hoteles para cuidar el medio ambiente y reducir el número de lavadas. Consiste en un mensaje simple para el huésped: “El 99% de las personas como usted, que también se quedaron en esta habitación, decidieron cuidar el planeta y evitar el lavado innecesario de toallas”. El mensaje, simple pero contundente, lograba evitar el lavado innecesario activando mecanismos de pertenencia y compromiso, versus otros mensajes que permitían medir el impacto del experimento.
Uno de los principales problemas que ha tenido Bogotá para disminuir el consumo de agua ha sido el enfoque y encuadre que la Alcaldía ha dado al reto comportamental. La cantaleta y el regaño son muy malas estrategias para motivar el cambio o persuadir a las personas. Anunciar sanciones, hablar de metros cúbicos por segundo, ubicar la meta en términos de niveles y porcentajes de los embalses, no conecta a los ciudadanos. A los seres humanos nos cuesta mucho trabajo dimensionar estas cifras y cuantificar su impacto. Si miran bien los mensajes de la Alcaldía, la mayoría son prohibitorios; ninguno incentiva el comportamiento ideal. Comunicar así deja la sensación de que nadie está ahorrando y, por lo mismo, ¿yo por qué debería hacerlo?
Está claro que los gobiernos no pueden esperar resolver todos los problemas sociales con experimentos y cambios de comportamiento; se necesitan políticas, leyes e instituciones como reglas de juego para guiar a las personas y ayudarlas a tomar mejores decisiones. Bogotá podría, por ejemplo, aprovechar su sistema educativo, escolar y universitario para conectar a los niños y jóvenes con las fuentes de agua en Bogotá, de donde viene el agua que tomamos, qué lugares recorre, cómo se potabiliza y llega a nuestros hogares. El agua no sale de la llave por arte de magia, y trabajar en esta conexión de origen podría cambiar comportamientos a largo plazo. Además, los niños en cada hogar podrían ser los mensajeros y principales guardianes del agua en cada casa.
Señalar cuáles barrios lo están haciendo bien, incentivar el comportamiento deseado y crear competencias sociales sobre la reducción podría tener más efecto que la cantaleta.
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