Colombia atraviesa una etapa crítica de seguridad. La Fundación Ideas para la Paz reporta que entre enero y julio de este año, aumentaron los ataques a la infraestructura en un 147%, las voladuras de oleoductos se multiplicaron por siete y las acciones violentas contra la fuerza pública se duplicaron con respecto al año pasado. A este panorama se le suman los cuestionamientos por la capacidad del Estado para contener esas amenazas. Y una señal inquietante: el creciente uso de drones por parte de los grupos armados ilegales representa un nuevo punto de quiebre en la historia de violencia del país.
Los drones no solo plantean desafíos en términos de presencia territorial o control social. También plantean retos a la capacidad tecnológica, al despliegue operativo tradicional y a la capacidad de respuesta armada del Estado. En otros contextos, como México o Ucrania, los drones han transformado las reglas del juego. No es de extrañar dado que estos aparatos permiten ataques a distancia, difíciles de rastrear, con bajo costo y alto impacto.
En Colombia, su uso por parte de grupos armados ilegales puede intensificar las disputas urbanas y otorgar una posible ventaja estratégica para cualquier criminal en su confrontación al Estado. En diversos departamentos ya se han documentado ataques con drones, incluyendo zonas cercanas a capitales como Cúcuta y Cali. El más reciente ocurrió en Antioquia, donde fue atacado un helicóptero de la policía en los límites entre Amalfi y Anorí.
Aunque las bombas no son una novedad en el país, el despliegue de explosivos desde drones sí lo es. Esto representa una amenaza diferente, más difícil de anticipar y de contener. ¿Estamos preparados para enfrentar este tipo de violencia? ¿Tenemos protocolos, capacidades y herramientas para detectar, interceptar y neutralizar este tipo de tecnología en manos de actores armados?
La pregunta es urgente. Porque mientras el Estado aún responde con herramientas de los noventa, los grupos armados están operando con tecnologías del siglo XXI. El problema ya no es solo de control territorial rural, sino de seguridad urbana, de protección de infraestructura, de anticipación frente a nuevos métodos de ataque. Y si no se reconoce esa transformación, la respuesta institucional seguirá llegando tarde.
No se trata de exagerar, pero sí de actuar con responsabilidad. Colombia no puede naturalizar una escalada que combine ataques selectivos, guerra de baja intensidad y drones armados en ciudades densamente pobladas. Tampoco puede asumir que las estrategias de contención del pasado siguen siendo suficientes. La seguridad, como el conflicto, también debe actualizarse. Ignorar esta transformación es permitir que el Estado quede siempre un paso atrás.
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