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“Estrenar un cuerpo o una casa es inaugurar su deterioro. El deterioro, pienso ahora, es una instancia superior de la materia porque quiere decir que algo floreció en ella.”

La encomienda. Margarita García Robayo.

Abrí una vieja cicatriz y ahora es una nueva herida que volverá a cicatrizar. No era necesario, al menos no por ahora, volver a sangrar ahí, así que necesité valentía, razones suficientes para someter mi cuerpo y mi mente, presos del miedo que indiscutiblemente crece con los años, al frío de un quirófano, a la incertidumbre de perder la conciencia gracias a sustancias que simulan la muerte y a quedar en manos de aquellos capaces de cortar y entrar en una piel que no les duele.

Tras veinte años con algo artificial dentro de mi cuerpo, herencia perversa de una cultura que nos ha enseñado mal, quise sacarlo asumiendo su alto costo en cada sentido posible. Pero qué es la adultez si no afrontar las consecuencias de las decisiones que tomamos cuando no sabíamos lo que sabemos hoy. Así que agarré el miedo por el cuello para asegurarme de que una estupidez adolescente no me amarraría de por vida, que aún podía resarcirme para sanar en presente.

Y así fue, todavía más hondo de lo que esperaba: en medio del temblor infernal del regreso de la anestesia, acostada entre otros que reaparecían tras ese disfraz de muerte que lucía tan real, respiré profundo y sentí pasar el aire hasta el fondo del alma de una manera que había olvidado: llevaba veinte años respirando a medias y me rodaron lágrimas de agradecimiento y perdón ante mi cuerpo resiliente y poderoso por lo que alguna vez le hice a su sabiduría.

Fue mi madre, heroína cuyas hazañas uno a veces olvida, la que en su momento intentó disuadirme, pero al aceptarlo se encargó de que lo hiciera bien, y entonces pasaron todos estos años —que parecían muchos, pero pasaron— sin una herida a mi salud más allá de lo que hoy pude remediar con la compañía férrea de mi madre otra vez. Herí quizás más la pureza de mi esencia, a la que hoy me aferro en honor a la mujer que soy.

Aquellas lágrimas que rodaron silenciosas en esa sala en la que se amplifica el pensamiento son también un símbolo de lo que es la vida: de que aprender implica algo de belleza y de dolor; de que los años nos convierten en otros pero seguimos siendo los mismos; de que debemos mirar compasivamente nuestra inocencia pasada, reconociendo que más tarde contemplaremos la de hoy.

Y el temblor es el cuerpo defendiéndose con el convencimiento de quien sabe lo que hace. Hay que abrazar ese cuerpo, su delicada sabiduría, tal como ha abrazado él al alma. Nos han dicho un montón de cosas sobre cómo tenemos que ser y nos han obligado a temblar compulsivamente. Vivimos defendiéndonos. Sigamos temblando en defensa de la esencia, protegiendo cada particularidad que alguna vez hayamos deseado modificar, pues ha sido meticulosamente diseñada para nosotros.

Dice Xita Rubert en Mis días con los Kopp que “nosotros, los sanos, solo cuando nos quedamos cojos, o contraemos una fuerte gripe, nos preguntamos qué es andar, cómo respira uno. Cómo se habla sin que duela y sin herir, qué tienen que ver el silencio y el amor. Enfermar suponía repensarlo, reaprenderlo todo: vivir contra una resistencia. La resistencia: lo único que enseña a vivir.” Algo asombroso sucede dentro a partir del despertar de un detalle propio que permanecía dormido, resistiendo. La vida a veces se toma su tiempo en las lecciones que quiere dar y por eso cuando uno las entiende se ilumina el universo. Es verdad que suena todo esto a tópico, pero es que tal vez abrir viejas cicatrices temblando sea reacomodarnos en nuestra piel.

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/catalina-franco-r/

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