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“Lindo ambiente. El de los otros. Tanta gente civilizada me sorprende.” Esta fue la frase que intenté compartir en Twitter hace unos días, citando la novela Mátate, amor, de la escritora argentina Ariana Harwicz. Al instante me llegó un mensaje de la red social informándome que mi cuenta había sido suspendida por al menos doce horas por violar las reglas de Twitter, al “promover o incentivar el suicidio o la autolesión”. Tardé varios segundos en comprender lo que estaba pasando hasta ver claramente que sí, que Twitter me estaba censurando por escribir el nombre de una novela: Mátate, amor.
Recibí una nueva advertencia: si no borraba el tuit, mi cuenta podría ser bloqueada definitivamente. Lo borré de inmediato. Instantes después me informaron que “tras una revisión cuidadosa”, habían determinado que sí había violado las reglas y ya hablaban de alrededor de una semana o más para devolverme esa cuenta en la que hablo de literatura y naturaleza, y en la que comparto lo que escribo sobre la vida.
Es decir, esa gran tecnología de la red social que mueve hilos tan poderosos del mundo, liderada hoy por aquel que decía llegar para darle verdadera libertad, no solo no fue capaz de identificar el título de un libro que iba incluso acompañado del nombre de su autora, sino que además, después de “revisar cuidadosamente”, tampoco lo logró. Y entonces me censuró de frente por citar literatura, por compartir una frase dicha por algún personaje de una novela y que ni el más falto de neuronas habría malinterpretado —aunque sí la inteligencia artificial. ¿O es que la inteligencia artificial está lista para mentir?
Fueron un par de horas extrañas. Un asedio de mensajes del más allá llenos de juicios y amenazas, que además me alentaban a buscar ayuda si la necesitaba, y que me hicieron revisar mi cuenta más de lo acostumbrado para comprobar si el gran hermano realmente me había visitado. No lo podía creer. Pero quería recuperar mi maldita cuenta de Twitter, la única red social que me gusta y en la que estoy conectada con mucha de la gente que más admiro. Así que utilicé el recurso que ofrecían para arrodillarme y explicar mis pecados: les escribí desmenuzando lo que habría que desmenuzarle a un niño que no entiende de contextos —quizás eso sea la inteligencia artificial si la descuidamos—, diciéndoles que era una simple frase de una novela, citada correctamente junto al nombre del libro y de su autora, y que no pretendía hacerle daño a nadie. Los animé a buscar el libro (me faltó recomendárselos).
Fue así como en un par de horas el gran hermano me concedió su perdón, eso sí, sin reconocer que se había equivocado, sino simplemente diciendo que ahora mi cuenta funcionaba normalmente. Yo no salía —no salgo— del asombro. Sentí algo similar a cuando se demoraron en darme la visa de India porque yo era periodista y no entendían a qué quería ir allá. Aunque tal vez ahora fue peor, porque lo de ser periodista y escribir sobre mis viajes al menos era verdad. Pero no poder copiar el título de una novela, eso ni en las peores pesadillas. ¿Cómo será para Ariana Harwicz hablar de su propio libro en estos espacios? Aunque ella, que es tremenda y brillante, sabrá sacarle provecho a ese nombre difícil para la sociedad de la corrección, esa misma que dice que busca la libertad a punta de borrar lo que no le parece lo suficientemente bonito para ser libre.
No sé. Para mí Twitter no será el mismo. Quién sabe si irá a identificar algo en esta columna, que dice lo que dice (y que renuncié a titular Mátate, amor), y entonces vuelva a acercarse el gran hermano. O tal vez esto que sí dice lo que dice no lo alcance a entender esa inteligencia confundida. ¿Debemos ahora pensar milimétricamente cada palabra para no violar la corrección? ¿En qué cárcel nos estamos metiendo?
Cuando la realidad tiene tal carga de locura, tal falta de sentido, se hace liberador buscar coincidencias como señales de algo más profundo. Tal vez es eso lo que hago todo el tiempo: perseguir azares reveladores en los libros y en la naturaleza para encontrar mi propio sentido, para no rendirme. Escribo, como en este momento, para hacer las paces con la invisibilidad. Así que en esa frase inocente, que nada tenía que ver con nada y por la que empezó todo, hallé también la razón para una sonrisa disimulada: “Lindo ambiente. El de los otros. Tanta gente civilizada me sorprende.”
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/catalina-franco-r/