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Catalina está muerta, pero habla

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Catalina tenía 103 años cuando mi mamá me llevó a conocerla. Era prima de mi abuela y vivía en el asilo del pueblo. Esa casa, cercana al parque principal, me pareció carente de alegría y de luz: estaba llena de matas que parecían más viejas que los habitantes humanos y la humedad inundaba todo. 

Catalina ya no tenía dientes. Era ciega. Se cuidaba sola. Falleció allá, pero quedó fijada en mí y apenas ahora logro identificar la razón: fue la mezcla de soledad, pobreza y enfermedad en la vejez de un cuerpo femenino tan pequeñito lo que generó semejante impresión. 

Han pasado más de treinta años. La sensación de ahogo que me produjo ese momento se disimuló apenas salimos del asilo, pero no se fue. Se enquistó y se hizo más potente. Por estos días Catalina me está rondando. 

La vi en el rostro de mi mamá durante unos días en que pasó por una ceguera temporal; la veo en su cuerpo que se hace más pequeño y frágil. La oigo quejarse cuando abro una caja de medicinas. Catalina me susurra varias certezas: dice que le temo más a la enfermedad que a la muerte. Más a la pobreza que a la soledad. Es más, concluye que le temo más a la pobreza que a la vejez, a la enfermedad y a la soledad juntas. 

Un poco de insolencia juvenil me hace creer que aún falta mucho para enfrentarme a esas angustias. Sin embargo, solo hay que alzar la mirada para verlas de frente en otros reflejos. Y es que a Catalina, lejos de temerle, le agradezco. Su estela hace visibles tales certezas, y, sobre todo, me ayuda a comprender que esos temores están bastante enraizados en mi contexto: vivir en este país, en esta ciudad. 

Me hace dudar de mi futuro, porque aquí ser vieja y pobre; o estar enferma y sola, son condenas muy agudas. 

Catalina sigue hablando. Un día tiene ochenta años y está en el semáforo vendiendo chucherías para tener con qué pagar lo mínimo diario porque no tiene pensión. Después, es una madre sentada en la calle, con una bebé en brazos, y alza la mirada pidiendo una moneda. Otra noche, Catalina es la que camina obligada a esperar la señal de aquel que “paga por la peca”. En la madrugada, es la mujer en la sala de urgencias implorando cualquier cosa que le quite el dolor.  

Catalina me está mostrando que mis temores son compartidos. Son las angustias de mujeres sin un soporte institucional fortalecido; mujeres con trabajos precarios, informales o inestables. Mujeres explotadas. Mujeres enfermas, solas, pobres… 

Le pregunto qué me separa de esas realidades. Responde que la frontera es endeble, y por lo tanto, cualquiera de nosotras es o será Catalina; dice que la vejez está en la esquina y que, en este país, ser mujer a veces es un duelo.  Me pregunta si me estoy preparando y asegura que, por lo pronto, la enfermedad y la vejez de los amados me están demostrando que en el cuidado mutuo está el sentido de la vida.  

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/maria-antonia-rincon/

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