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03 octubre 2023
“La cosmovisión más peligrosa es la de aquellos que nunca han visto el mundo”
Alexander Von Humboldt.
Uno se está yendo todo el tiempo. No darse cuenta es la sensación de eternidad que nos da la soberbia humana. Creer que uno no se va a ir, es desafiar al destino, hipotecar la vida y andar en deuda con lo único que teníamos que venir a hacer: vivir bien, serle útil a los demás, expresarlo todo y movernos.
Los que viven en los puertos son testigos constantes de barcos zarpando, saben que todo se mueve. Han visto miles de despedidas, manos que se ondean desde el continente mientras los pesados barcos, que parecen ballenas perezosas, desaparecen en el horizonte; conocen más de un amuleto que se pasa de mano en mano para la buena suerte de los navegantes, de los amantes, de las madres que bendicen a sus hijos; podrían distinguir las despedidas para siempre de los cortos hasta pronto.
Los que abordan barcos no sólo se despiden, también se aventuran hacia lo desconocido. Dejan la tierra firme, los frutos de siempre, la tribu segura y los amores de tierra para sumergirse en lo profundo. Lo que añoraron algún día desde las playas o los puertos, ese deseo de acercarse a la línea del horizonte del mar que se toca con el cielo, se convierte ahora en su viaje. Van rumbo al horizonte.
Los viajeros, navegantes o caminantes del mundo, desde siempre han escrito y narrado sus historias. Con el anhelo de tener cerca a sus viejos conocidos, le enviaban papeles, postales, cueros o papiros escritos a mano, llenos de nuevas miradas, de asombro y aventuras. En algunos se podían percibir las emociones que se derraman corriendo la tinta; en otras iban pegados boletos de una buena obra, una pequeña flor o incluso un beso en el papel, esperando que llegue a otra boca.
Las cartas de viaje son letras honestas aunque estén llenas de hipérboles y fallas cronológicas porque son una esperanza de ser leído, aunque jamás habrá una certeza de que así sea. Por ello, escatimar en verdades, en sentires o guardarse palabras, era absolutamente innecesario.
Hace mucho perdimos la costumbre, la de vivir yéndonos y la de escribir cartas de viaje,
como si viajar no fuera siempre una aventura. Perdimos la dimensión de lo que significa andar el mundo, levantar los pies de la tierra en un avión para aterrizar en una tierra a la que no pertenecemos. Perdimos la bella costumbre de escribir; Instagram y las redes reemplazan un poco esto con imágenes, pero jamás será como mandar una carta lamiendo su sobre o sellándola con cera sin saber cuándo llegará y por ello, poniendo toda la franqueza en el papel.
Yo pretendo recuperar el asombro del movimiento con esta salida del puerto, ir al mundo como cuando los marineros abordaban el barco únicamente con una carta de navegación, la confianza en las velas, el viento y el conocimiento de las estrellas. Con ese temor y esa sensación emocionante de lo desconocido me muevo hoy. Desde la distancia que me espera, mandaré cartas de viaje que no tienen el anhelo de ser leídas porque serán más bitácora y relato íntimo de mis nuevos caminos, para no olvidarlo.
Hoy pienso en los puertos y en los modernos aeropuertos, en los que se quedan y sus sentimientos; en los que pasan migrando por pequeños cubículos donde unos señores son garantes de los tránsitos entre los mundos que permiten o no que los humanos tengamos una nueva cosmovisión.
Pienso en los dueños de las fronteras y me generan inquietud, nunca he entendido bien por qué el movimiento tiene tantas condiciones ¿no nacimos libres?… no tanto. Pienso también en las llegadas y en el encuentro con gente que siempre ha estado en el lugar de destino. Es curioso no pensar que el mundo está en movimiento sin nosotros y aun así allá siempre hay gente en su vida cotidiana, nadie nos está esperando, pero nos reciben sin saberlo.
Son tan distintos los puertos de un lado y de otro. En este del que salgo es difícil distinguir los pensamientos, orígenes, ideologías e identidades de las personas que se pasean rápido por sus corredores; nos parecemos demasiado. Pero al otro lado, pongamos que hablo de Madrid, hay turbantes, mantas, zapatos de mil colores, ojos de formas infinitas, tantos acentos e idiomas como se narraba el castigo de la torre de Babel, olores nuevos y todos los ritmos. Hay partes del mundo que contienen al mundo y otras que simplemente no. Lo observo sin juicios, sin adjetivos, solo lo percibo con todos mis sentidos, asombro y curiosidad.
Los espacios de paso de fronteras son, si ponemos atención suficiente, el lugar de los tránsitos más profundos y espirituales. Tenemos que pasar por allí, aunque nos disgusten, y sumergirnos en el estrés de no estar en ningún lado, de no haber salido y no haber llegado; son el lugar del adiós y del bien llegado, de lo viejo y lo nuevo, de la decisión sobre lo que llevamos a cuestas y lo que dejamos, del cambio de los tiempos, del encuentro entre distintos a los que solo los une el movimiento.
Soy como un trapecista, en el medio entre soltarse de un lado y no haber llegado al otro, en ese vacío donde no hay certezas, en el que nadie se queda . Si nos lanzamos amarrados de buenas cuerdas, algo de habilidad y, sobre todo, buena respiración, el riesgo de caer es poco.
Esta carta de viaje es una de tránsito; llegarán las del destino. Por ahora, recordar soltarse, cruzar fronteras, llenar la mirada de asombro y respirar.