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Jamás había considerado a los zancudos como seres dotados de una inteligencia destacada hasta una estancia en Capurganá y Sapzurro, pues pude contemplar y admirar la paciencia con la que esperaban en los árboles a que hubiera un corte de luz que dejara sin poder a los ventiladores para atacar cual aviación japonesa en Pearl Harbor y dejarnos a los turistas sin una gota de sangre. Parece ser allí la única manifestación de evolución, pues todo permanece como hace siglos.
Y es que, aunque me hubiera propuesto descansar de la pensadera política en vacaciones, bastaba presenciar el arribo de una lancha repleta de migrantes venezolanos y haitianos, o de mercancías de contrabando de Panamá, para pensar en cómo destinos con tantas similitudes históricas, culturales, raciales y geográficas tienen hoy realidades tan diferentes debido a las decisiones políticas y económicas que se han implementado.
El caribe chocoano podría ser un punto neurálgico de turismo dada la belleza de su mar y su selva, creando riqueza y fuentes de empleo para sus habitantes, pero en vez de eso se desarrollan nuevas variantes de paludismo, grupos armados y tráfico ilegal. La ausencia de las fuerzas de seguridad del Estado es evidente, aunque pensar en ello esté “out” por aquello de no parecer uribista, y mientras esto persista no hay ninguna garantía para la inversión en la región.
Aunque en Bogotá derrochen nuestros impuestos en nueva burocracia que pregona la igualdad entre los colombianos, esta solo llegará con las oportunidades que traiga el desarrollo del capital. Eso sí, seguro hay quien prefiera que no suceda, ya que entre los afines del nuevo gobierno abunda una especie de ambientalista que disfruta de los beneficios de vivir en una gran ciudad, pero que al mismo tiempo aspira a condenar a los habitantes de las regiones apartadas a ser guardabosques de las reservas a las que, si acaso, irán de paseo una vez al año.
Llegó el cambio, pero en Capurganá todo sigue igual. Incluso, peor.
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