En las últimas dos semanas he escrito mucho. Las palabras parecen que salen solas, y yo ni me di cuenta cuando las escribí. Lo que está sucediendo en el mundo me tiene triste, preguntándome si la carrera que estoy estudiando me va a servir para algo. Lo que está sucediendo en Colombia me tiene aterrorizada. Ver a un país tan polarizado me asusta. ¿De qué sirve la historia que estudio, si lo mismo que pasó en 1939 está pasando hoy? Y la pregunta del millón, ¿de qué va a servir estudiar política cuando ni los políticos la entienden? ¿Ni los políticos la respetan? ¿Para qué pasaron los últimos 60 años si estamos igual de polarizados que cuando mi bisabuela huyó de Salgar por ser Liberal?
Entre todo este caos me he retraído al lugar seguro que es la memoria, que me obliga a agradecer, entre tanto dolor, las alegrías que sí tengo. Quisiera compartir esto con la esperanza de que usted pueda seguir con su día, con su viernes y su fin de semana, teniendo otra perspectiva, apreciando un poco más, agradeciendo un poco más. Viviendo un poco más.
Tenía seis años cuando Jacobo nació. Los años más cómodos y fáciles, en los que podía ser más egoísta, quedaron atrás con su llegada, la de mi hermano. Llevaba mucho tiempo pidiendo un hermano, pero no había asimilado las implicaciones que eso tenía. No me había dado cuenta que tenía que compartir a mis papás, a mis abuelos, a mi tío, a mi tía, a toda mi familia con él. Al hospital me fui toda de blanco, porque mis abuelos me habían dicho que él era un ángel. Me fui también con unas alas puestas, que cogí de un disfraz de hada que tenía. Y así lo conocí. “El regalo que nos mandó Dios,” decían mis abuelos.
Tenía 15 años cuando a Jacobo le empezaron a dar dolores de cabeza. En la familia hay migrañas, y él era un niño de nueve años, entonces mi mamá se lo atribuyó a un virus, a una gripa, a que necesitaba gafas. A la preadolescencia. Un mes después de que empezaran los dolores de cabeza, fue a cita oftalmológica. La doctora, quien me había recetado mis gafas a mis tres años, intentó no alarmar a mi mamá, pero le dijo que lo tenía que llevar al hospital, ya. Algo no estaba bien. Yo supe que a Jacobo se lo llevaron para el hospital, a hacerle exámenes, pero seguí con mi vida, yendo al colegio, jugando voleibol después de la jornada escolar, haciendo tareas, sin mayor preocupación. A Jacobo lo llevaron a la clínica un martes y el miércoles alrededor de las 10 de la mañana, en descanso, llamé a preguntarle a mi mamá cómo estaban. Normalmente siempre me escribía, me llamaba, me preguntaba cómo estaba o si necesitaba algo. Ese día había sido silencio absoluto.
No me contestó, pero me llamó cinco minutos después. La escuché congestionada, y con un tono de voz demasiado dulce. La mamá no me habla así de dulce a menos de que vaya a decirme algo que no me va a gustar. “Jaco tiene una masita en la cabeza. Nos tenemos que quedar en el hospital porque le van a hacer más exámenes, mi amor. Creemos que lo tienen que operar.” Realmente no puedo confirmar si estas fueron o no las palabras exactas de mi mamá porque después de que dijo “masita,” yo ya estaba en cuclillas llorando, al lado de la cafetería del colegio, sin poder respirar.
El cáncer es de esas cosas en la vida, de esos fenómenos, de los que uno sabe que no se escapará. Para ese momento, a mis 15 años, mis abuelas me habían contado sobre sus propias experiencias con cáncer en la piel, en los senos. Mi mamá había tenido un tumor en el seno, y se los habían operado cuando yo tenía 11 años. Nunca pasó de ahí, de la operación. Yo sabía que probablemente iba a tenerlo cerquita otra vez, pero me imaginé que sería décadas en el futuro. Además, el cáncer no le da a los niños. Jacobo tenía nueve años, acababa de cantar en su primera comunión. El cáncer no tenía por qué darle a él. El cáncer era una enfermedad de los adultos, hasta que no lo fue.
Llegué al hospital y mi papá me abrazó, llorando. Me dijo que a Jaco lo iban a operar, que lo más seguro era que se muriera o que no pudiera volver a mover su cuerpo. Abracé a mi mamá, y ella lloraba. Me prometí no llorar al frente de ellos, entonces de ahí en adelante iba al baño del piso de abajo cuando sentía que una lágrima salía sin permiso. No recuerdo muy bien en qué punto me mostraron los resultados de la resonancia, pero la imagen todavía la recuerdo. Jacobo tenía un tumor del tamaño de una pelota de tenis en la cabeza. Su primera pregunta, frente a todo esto, fue si podía seguir jugando béisbol, su deporte favorito. Sí, pero cuando se recuperara. Después preguntó si se iba a morir. “Sí, parcero. Todos nos vamos a morir. Pero no sabemos cuando,” le dijo el papá.
Lo operaron. La cirugía duró cinco horas, y aunque nos habían dicho que Jaco iba a salir intubado, llegó a su habitación en cuidados intensivos preguntando si ya había pasado el partido del Atlético Nacional, que jugaba ese día. Una semana después pudo irse para la casa a completar su recuperación. No sabía caminar, pero se arrastraba por toda la casa. Le daba rabia que lo ayudaran, decía que tenía que ser capaz solo. Y volvió a aprender. Cuando nos dijeron que no le tenían que hacer quimio tuvimos un respiro. Cuando no tuvo que pasar por radiación, tuvimos otro. Y desde eso, en cada resonancia hemos podido respirar un poco mejor. Cada vez que juega béisbol, respiro un poco mejor. Hasta cada vez que peleamos, respiro un poco mejor. Porque el cáncer de Jaco me ahogó, me hizo perderme, pero su vida desde entonces, me ha dado respiro, y me ha ayudado a encontrarme.