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“Con semejante falta de gente coexistible como la que hay hoy, ¿qué puede hacer un hombre de sensibilidad sino inventarse a sus amigos o, cuando menos, a sus compañeros espirituales?”

Fernando Pessoa.

«Los hechos caen del observador poético como semillas maduras», anotó. El fundamento de todo era la observación. «Exprimo el cielo y la Tierra», decía Thoreau.”

La invención de la naturaleza. Andrea Wulf.

Últimamente, mientras trabajo, me visitan canarios silvestres, unas bolitas amarillas con alas y cabecita naranja que me prueban todos los días que la belleza puede bajar volando del cielo y pasearse a dar conciertos frente a la ventana. Ellos, y los paisajes que exploran revoloteando, son mi recordatorio permanente de por qué mi único dios es ella, la naturaleza, de que creo en eso que dice algún personaje de Sara Jaramillo en Donde cantan las ballenas, acerca de que lo único que hay que adorar en este mundo son las plantas.

Miro la pantalla de un computador durante demasiadas horas al día y los pájaros continúan su vuelo al otro lado del cristal, los árboles siguen floreciendo. A veces logran que desvíe la mirada y me busque en su serenidad y su ritmo, ignorantes de que, además de los problemas de los hombres, también leo sobre su destrucción.

Hace poco, desempacando las cajas de una mudanza, construí una montaña de papel que me paralizó. Sacaba uno a uno los objetos que habían empacado las personas del trasteo y el cerro crecía. Cada objeto, así fuera pequeño o inútil, se había gastado una hoja, un pedazo de árbol, una rama que tal vez albergara el nido de uno de aquellos canarios que generosamente multiplicaban la felicidad de mis días.

La montaña empezó a dolerme muy en el fondo, con ese dolor particular de la culpa, del seguir actuando como se sabe que no se puede actuar. Entonces aplané y doblé papeles, y llené cajas sin saber para qué. Contacté al dueño de la empresa de mudanzas, un trabajador incansable del Chocó, y le pregunté, con algo de vergüenza, si quería reutilizar el papel.

Al día siguiente dos personas de su equipo pasaron a recogerlo. No habían dado diez pasos en la dirección opuesta a mí cuando los oí morirse de risa: la burla que surge de esa combinación letal que es la ignorancia más la indiferencia. Fue un flashback a las noticias tristes de nuestro mundo, originadas, tantas veces, en esa combinación.

Me dolió esa risa pues, a pesar de atribuirla a esa mezcla que nos mata, reconfirmar la poca compasión por la belleza que nos rodea —¡viéndolos alejarse cargando las cajas entre árboles llenos de canarios cantando! — me arrebató la fuerza y la esperanza. Eso, además del hastío de ser siempre a la que le importa demasiado lo que tiene sin cuidado a buena parte de los demás.

El asunto siguió dando vueltas en mi cabeza. Somos expertos en convencernos de la peor versión de aquello que nos duele. Pero al día siguiente recibí un mensaje del dueño de la empresa que, con una voz llena justamente de esperanza, me decía «mi dios le pague y la bendiga, doña Catalina, ¡muchísimas gracias por todo ese papel!»

Sobra decir que me volvió el alma al cuerpo, no porque esperara agradecimientos, sino porque, así como baja la belleza volando cada día frente a mi ventana mientras leo noticias sobre deforestación en la Amazonía, guerra en Ucrania, hambrunas, tiroteos y populismos tomándose la dirección de los caminos, me aferro a la idea de que alguien, una sola persona —que representa al universo entero—, sonría también frente a algún acto diminuto y anónimo que le signifique ilusión.

Ante la omnipotencia de los desastres enormes y ensordecedores, ante esa bola de nieve que forman la ignorancia y la indiferencia, hay que empeñarse en lo pequeño, hay que resistir doblando papel silenciosamente. Es la salvación de la filigrana del mundo, la preservación de su alma.

Y así tal vez sigan bajando canarios de las ramas.

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