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Llevo varios días de periplo por ciudades extranjeras. El trabajo me trajo aquí, como lo ha hecho en otras ocasiones la vida.

Cada uno de mis viajes ha llegado con una perfección casi surreal. En el momento indicado, para dejarme el mensaje preciso. Una oportunidad para que mis sentidos percibieran eso que necesitaba mi vida para continuar. Esta vez, por supuesto, no fue la excepción.

La maternidad, el trabajo, la rutina, Medellín, la vida, que no camina sino que corre, todo, me tenía hace varios años en una senda con altos y bajos, pero sin desvíos; en una carrera contra mi propio reloj, con una mirada parcializada de mi contexto, de mi realidad.

Los viajes sirven para dar perspectiva, y este en particular ha logrado ese propósito.

Desde la pandemia, el mundo parece haber entrado en una espiral sin fin, caótica, deshumanizante, casi apocalíptica. Hemos estado presenciando lo más cercano a una tercera guerra mundial, vivimos una crisis energética planetaria, una inflación sin precedentes, migraciones masivas, el cambio climático que deja víctimas aquí y allá. Noticias desesperanzadoras que vienen desde todos los rincones del mundo.

Y en nuestro contexto más cercano, en mi caso en Medellín, una ciudad que ha perdido la esperanza. Que hoy no le ve mucha salida a las injusticias que deja un gobierno corrupto y narcisista. Un dolor entrañable por ver a los niños crecer en medios violentos y con desnutrición, unas calles que son invadidas por la basura, un espacio público que ha caído en el completo abandono, las cifras de violencia que crecen y crecen, y un alcalde concentrado en Twitter, a ver con quien pelea hoy.

Consumimos solo desorden, confusión y nos dejamos (o por lo menos yo) meter en ese bucle infinito de desasosiego. Replicamos los mismos discursos de desesperanza, multiplicamos los insultos añorando un pasado que recordamos mejor. Y esto nos enferma.

Me regala entonces la vida la posibilidad de caminar con la amplitud que nos da la soledad, con los pensamientos que solo llegan cuando el silencio invade nuestra mente y con las ideas que se gestan mientras se recorren calles por primera vez. Extrañaba y necesitaba este espacio.

Mirarlo todo desde afuera. Mi vida, mi ciudad.

Entender que no vale la pena decirle a todo que sí. Que solo hay que estar donde se desea estar, que la vida es demasiado corta para hacer cosas que nos oprimen el alma.

Comprender que las grandes ciudades se han consolidado a partir del trabajo conjunto de personas aún con posturas disidentes; que, si lo que nos interesa es el bien común, siempre hay una manera de tramitar las diferencias. Que las ciudades están vivas y que esa vida solo se la da la gente que las habita con sentido de pertenencia, con la comodidad de quien se siente en su casa, con la confianza de quien puede expresar su desacuerdo sin ser tachado o silenciado. Que en la diversidad está nuestra más grande riqueza y, sobre todo, que ningún lugar es perfecto, pero tampoco ninguno es insalvable.

Vuelvo a casa con muchos kilómetros recorridos en soledad. Vuelvo un poco más vieja, pero feliz y esperanzada, porque esta perspectiva la necesitaba para mis pasos siguientes, que espero que no sean sola, sino por el contrario, acompañada y de la mano de todos y todas los que nos soñamos vivir en una Medellín al servicio de nuestros sueños.

Nota: cierre su computador, suelte sobre la mesa su celular, póngase unos buenos tenis y salga a caminar en soledad. Deje que sus pensamientos vuelen, permítase mirar su ciudad con ojos de turista, escuche el sonido ambiente, disfrute del clima que se le está regalando. Y después, venga y cuénteme ¿Sanador, cierto?

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/manuela-restrepo/

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