Mis papás me metieron a clase de música a los tres años porque la profesora de la guardería les dijo que yo cantaba muy lindo. Lo que me esperaba serían unos catorce años de clase, cuatro horas cada semana dedicadas a estar completamente inmersa en el mundo del arte que tanto me hacía el alma vibrar. Cuando estaba en segundo grado, a los ocho años, me presenté en el show de talentos de mi colegio cantando una canción de Britney Spears, y ese año todos mis compañeros me conocieron como “mini Britney Spears”. Luego, en quinto, llevaba mi guitarra al colegio y tocaba en los descansos. Durante esta época, entre los tres y los once años, les decía a mis papás que quería ser cantante. A los seis aprendí a tocar guitarra, a los doce piano, y también empecé a componer canciones, influenciadas por las que me gustaba escuchar. No eran brillantes, pero en retrospectiva sí es impresionante que una niña de doce años coja una guitarra y saque una canción propia. No era nada novedoso, ni nada diferente a los mismos cuatro acordes que sonaban en las canciones más populares del momento, pero esa música era mía.
Cuando cumplí trece años me empecé a meter cada vez más en el mundo de las extracurriculares, yendo a cuanta conferencia hubiera y metiéndome a cuanto club me ofrecían en el colegio. Cada vez tenía menos tiempo para dedicarles a las cuerdas y a las teclas. Aun así, mis horas de clase de música semanales eran cuando me sentía más yo misma, cuando no pensaba en nada más que en los movimientos coordinados de mis dedos o en armonizar con mi profesora de técnica vocal. Por esto, cuando los profesores me empezaron a hablar sobre mi futuro, sobre la universidad y futuras profesiones, yo sin duda alguna dije que quería estudiar música. “Se va a morir de hambre” me decían, pero mis papás, quienes siempre se deslumbraban cuando me escuchaban cantar o tocar, me decían que me apoyaban en la carrera que yo quisiera. Esta fortuna no la tuvieron muchos de mis compañeros.
En fín, continué con mi vida académica, ingresé al mundo del activismo con el movimiento feminista, pero cuando les compartía a mis compañeros de este nuevo universo que yo realmente también era música, me miraban confundidos y algunos me decían que debía escoger en cuál de los dos campos quería estar. ¿Activismo o música? Finalmente a los quince años decidí que iba a estudiar algo más “normal”, que alarmara menos a las personas cuando les dijera lo que quería hacer con mi vida. Así llegué a estudiar Historia y Ciencias Políticas, y esto, en combinación con mis proclamaciones de feminista y críticas al estado, han generado una nueva ráfaga de preguntas. Me cuestionan sobre mis afinidades políticas. Si apoyo a Petro o a Duque, si me gusta el Centro Democrático, o si odio a Trump. Si respondo algo intermedio, como por ejemplo que no apoyo ni a Duque ni a Petro, las personas se escandalizan. Si critico a Duque, soy izquierdista y si critico a Petro, soy una capitalista privilegiada.
Otro ejemplo es la confusión de las personas cuando, como feminista, deseo expresar mi feminidad, o si siendo una mujer pido una cerveza en un restaurante. Y así vivo, confinada en millares de cajas que limitan el crecimiento de mis alas propias y me obligan a estar en un lado o en otro. Lo que he concluido es que la vida en una sociedad binaria no solo es incómoda, porque los seres humanos no se supone que debemos vivir en un mundo de blancos y de negros, sino que es completamente innecesario y dañino. Ojalá hubiera sabido esto antes de parar de escribir canciones a los dieciséis años, o cuando me rehusaba a usar vestidos porque pensaba que me hacía una mala feminista. Ojalá hubiera sabido esto antes de parar de ir a clases de música, de comenzar a dudar un poco cuando veo una partitura. Ojalá la sociedad en la que vivo hubiera aceptado cada faceta de mí y olvidado los estándares sociales que los seres humanos -tan estúpidos que somos- seguimos e imponemos a otros.
Aún así, luego de que me taladraran el cerebro con que debo ser una cosa o la otra, que debo escoger un extremo, que debo elegir cuál de mis pasiones es más válida, me sigo sintiendo más cómoda cuando cojo una guitarra a cuando doy discursos. Aunque hoy son pocas las personas que saben que soy una persona completamente musical.
Entonces, ¿realmente sí funcionan las cajas?