Nací y me crié en Medellín, y no lo cambio por nada. Tal vez en la capital hubiera conocido más diversidad más temprano, tal vez en Cartagena hubiera podido desarrollar un bronceado constante, tal vez en Cali hubiera aprendido a bailar salsa. Tal vez en Barranquilla hubiera desarrollado una pasión más profunda por la parranda festivalera, o en la Guajira a apreciar un poco más los recursos naturales. Y en el Chocó, tal vez hubiera aprendido a valorar los animales antes de que los papás llegaran a la casa con la noticia de que íbamos a recoger a Uma, nuestra pastora Australiana, el año pasado. Pero aunque no cambio a Medellín por nada, me monté al avión y volví tres meses después, con la promesa de cruzar otra vez el Atlántico el quince de enero, esta vez con los jeans que no me cupieron en la maleta de agosto. Antes de partir a mitad de año, sentía una necesidad incontrolable por conocer el mundo, y personas de ese planeta más grande, y más diverso, de lo que me podía imaginar. Estaba ansiosa por llegar al Reino Unido, contando los días para despegar, y luego, contando los días para que se me acabara la cuarentena y pudiera por fin conocer esa ciudad tan soñada. Luego de un par de días explorando, nutriendo mis raíces en esta tierra nueva para ver si podía sujetarme con fuerza para que los vientos incontrolables del cambio no me desmoronaran, entré a un supermercado buscando café. Claro, compré con orgullo el que decía “Colombian” con letras rojas, y sentí una satisfacción por ver el nombre de mi país escrito correctamente, con una O. 

Entre más personas conocía, más les intentaba vender a Colombia. Hay un sentimiento único entre colombianos viviendo en el extranjero, esa necesidad incesante de que nuestros amigos de otras partes del mundo digan “Quiero viajar a tu país.” Llegué a sentirme estafada, pensando que tal vez el Ministerio de Comercio, Industria y Turismo debía pagarme una comisión por toda la propaganda que le estaba haciendo al país. Esperaba toparme con comentarios sobre Pablo Escobar, sobre Narcos, sobre cocaína. En vez de eso recibí preguntas, desde desconocidos, conocidos y amigos preocupados. “Salo, dime la verdad. ¿Cómo está la situación de seguridad en Medellín?” Yo comenzaba mi intervención con un “he vivido toda mi vida allá y aquí estoy”, entre risas nerviosas. ¿Cómo les explicaba que el acuerdo de paz logró dividir a la ciudadanía civil mientras volvió amigos a los ex rivales? ¿Cómo les explicaba a mis amigos qué es un atraco? ¿Que debo meterme el celular entre los muslos mientras manejo para prevenir que me toquen la ventana con una pistola? ¿Cómo les explicaba los paros nacionales? ¿Los feminicidios? ¿El bipartidismo? ¿Cómo? 

Me limitaba a decirles que no se puede mostrar mucho en la calle, que me guardo el celular en el morral. Y finalizaba mi intervención con un “¡Y si vieran la delicia de café!” Les prometí que les iba a llevar arequipe, manjar blanco, súper cocos, barriletes, aguardiente, y claro, café luego de las vacaciones de enero. Ojalá llegue el día en el que pueda compartir un poco más, en el que pueda decir que me enorgullece mi gobierno, mi dirigente, mi país, mi ciudad, cómo cuidan el medio ambiente y la vida, la justicia. Ojalá llegue rápido algún día en el que me enorgullezca de algo más que el café. 

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