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“Y si tu corazón ya no va más
Si ya no existe conexión con los demás
Si estás igual que un barco en alta mar
tírate un cable a tierra”

Fito Páez

El dolor es tal vez una de las experiencias más aleccionadoras que puede enfrentar un ser humano. Lo pone frente al espejo de sus propias miserias, de sus propias desgracias. El dolor desnuda el alma, deja al individuo desprovisto de cualquier máscara, esas que nos ponemos todos los días para salir a enfrentar la vida. Y es que, en el diario frenesí, parece que solo es tolerada la sonrisa y el aguante, derrumbarse no es admisible.

Pero llega un punto en el que no basta el sentido de responsabilidad por el que se opera tan automáticamente, no importa que los otros esperen algo de uno o simplemente uno quiera cumplirle a los otros, todo termina por derrumbarse. El dolor puede llegar de repente, como una avalancha que lo sepulta todo, asfixia y no deja margen para sacudirse y seguir. O también puede ser crónico, dilatado en el tiempo o permanecer en estado latente, uno que genera un malestar o inconformidad prolongado a pesar de que las cosas marchen en apariencia bien.

Contar las penas en miligramos, parece un deseo simple, ilusorio a lo mejor, una pequeña y no pecuniaria fortuna que todos desearíamos tener. La vida sin dolor es una que a veces carece de sentido. El dolor puede acabarlo todo, pero también justificar todo lo vivido. Como lo mencionaba al inicio de este escrito, esa realidad puede ser una fuente inagotable de aprendizaje. Logra conducirnos a un espacio de introspección tal que encontremos muchas respuestas que hacen falta o construirnos carácter y resiliencia. Abrazar el dolor se vuelve entonces una digna forma de autopsicografía.

Y aunque es sano, cada tanto, reconocerse en ese estado, elogiar la dificultad y atravesarlo, sumirse de forma permanente en ese fango puede ser supremamente autodestructivo. Ahí es cuando aparece, para salvarnos, el amor; el mejor de los antídotos, el cable a tierra. El amor inmenso del amigo que cuando todo se hunde tira un salvavidas que devuelve la alegría, el abrazo reconfortante que hace saber que no se está solo, el mensaje o la llamada, la mirada compasiva y cariñosa y la compañía que ilumina los momentos más oscuros; todas esas son manifestaciones de amor que nos devuelven a la vida. Los momentos que atesoramos, las risas que enmarcamos, las palabras que quedan grabadas en el corazón; son esas las diminutas dichas, esas que se aferran con sus garras a la vida, esas que son el porqué sí de todo, como dice el poeta. Este es un elogio, pero también una forma de gratitud con quienes por amor han sembrado alegría y esperanza, a quienes descansan nuestro peso, a sabiendas de que ellos cargan a cuestas también con los suyos. En últimas, sin amor, amar o ser amado no cobra mucho sentido el paso por esta tierra. Eso es lo que nos mantiene, lo que nos salva, lo que nos impulsa a seguir, lo que nos hace asumir la vida con una sonrisa; todo porque sabemos que es la única fuerza que al final del viaje paga.

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/samuel-machado/

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