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En las últimas dos semanas han sido noticia las tragedias en el mar. El sitio más inhóspito para la vida humana, el menos explorado de la tierra, donde es difícil buscar y encontrar cualquier cosa.

En el mar empezó la vida. Venimos del agua, pero morir en ella, puede ser una tortura inimaginable para los animales de tierra. El mar ha sido testigo de viajes exitosos y fuente de diversión para quienes practican deportes acuáticos y disfrutan de un viaje tranquilo en sus lanchas y botes de lujo. Fue el camino para emprender la aventura que conectó a los continentes y abrió las puertas a los nuevos mundos, a los otros mundos. El mar es el escenario de lo romántico, lo festivo, lo dichoso. Las celebraciones y vacaciones frente a él tienen un tinte místico y especial. Muchos lo idealizan de una manera metafísica y le dan un status de divinidad, de oráculo que responde a sus preguntas, un cáliz del que sale el agua más pura que limpia y sana. El mar es el origen. En él está el misterio de la vida. Críptico, indescifrable.

Navegar es el anhelo de descubrir la posibilidad de otras formas de vida. Es la promesa de una tierra desconocida y lejana, pero segura, firme, pacífica, prolífica. Quien se embarca está buscando un nuevo mundo, va con la sed de una conquista, con el ansia del descubrimiento, el mismo que ha existido en el corazón de los hombres y de las mujeres desde que divisaron esa línea que parece juntarse con el sol y con las estrellas. Y es también el sueño de quererse perder para siempre, como lo han hecho tantos al entregarse voluntariamente a sus aguas para ser arrastrados y desaparecer.

El mar es la promesa de los tesoros más fantásticos y valiosos, es el mito de los cofres llenos de monedas de oro que solo reciben los navegantes más osados y temerarios. Sumergirse en las aguas de un océano es creer en la recompensa después de un inmenso —y posiblemente mortal— sacrificio.

Entrar en él es un desafío, aun con las medidas preventivas y de seguridad que hemos creado para navegarlo. No importa cuán invencibles y tecnológicas sean las embarcaciones y naves que construimos ni qué tan experimentado sea un marinero. Hay una fuerza desconocida que lo rige. El mar tiene sus propias reglas, su manera de ser, de existir.

A diario, cientos de migrantes de todas partes del mundo gastan lo poco que tienen para subirse a un barco con el anhelo desesperado de huir de su país. No importa si el barco supera la capacidad de personas, si las aguas son furiosas, si no hay chalecos salvavidas. Los mueve una desesperanza en donde lo único que les queda por perder es la vida. Algunos sobreviven, pero la mayoría se ahogan. Otros quedan atrapados en la mitad de la nada, como las decenas de personas que están hace dos años “refugiadas” en Diego García, un atolón del archipiélago de Chagos, ubicado en el océano Índico, que pertenece al Reino Unido, donde comparte bases militares con Estados Unidos. Allí no hay nada, solo ejército ejerciendo soberanía en un lugar remoto del océano. Los inmigrantes desdichados proceden de Marruecos, Mali, Costa de Marfil, Senegal, y otros países del África Subsahariana. También de Siria, Libia, Egipto, Mauritania, Sri Lanka.

Por otro lado, cuatro personas pagan cifras exorbitantes para subirse a una cápsula diminuta manejada por un control de consola de videojuegos con el fin de hacer algo que muy pocas personas pueden: ver los restos del Titanic a cuatro mil metros de profundidad. Antes de sumergirse firman un documento donde en el primer párrafo está tres veces la frase “riesgo de muerte”. De igual manera, lo hacen, impulsados por la premisa del fundador de Ocean Gate, Stockton Rush: “Si quieres estar a salvo, no salgas de tu cama”. Los cuatro pasajeros y el comandante y CEO de la compañía dueña de la cápsula murieron, al parecer, en una implosión. Eran tres ciudadanos británicos, un estadounidense y un francés.

Buscar, dice el diccionario, es Hacer lo necesario para encontrar o hallar a una persona o una cosa”. En el mar, sobre todo en las profundidades, es una tarea titánica, casi imposible. Una odisea. Desde el principio se sabe, todos lo sabemos, que será un fracaso. Pero en las aguas también existen las fronteras y las banderas tienen valor. Los que buscan son buscados, como una espiral infinita. Pero no aplica para todos.

De tantos miles, solo a cinco los buscaron. Sólo a los únicos que sabían el riesgo que corrían y pagaron por ello fueron merecedores de ese “hacer lo necesario”. De esos cinco sabemos sus nombres, profesión y nacionalidad. El resto son solo una multitud más que se ahoga, que naufraga, que queda a la deriva, pidiendo a giritos, a brazadas y pataleos, que alguien los rescate. Sin rostro, sin nombre, sin tierra firme a la vista, despojados de todo, hasta de la certeza de ser salvados por quienes juraron hacerlo.

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/amalia-uribe/

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