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“En este mundo todo es posible, imagino que nuestros mejores especialistas en torturas también besan a sus hijos cuando llegan a casa y algunos, incluso, lloran en el cine.”

“Canten, canten, que ya llorarán.”

Ensayo sobre la lucidez. José Saramago.

Estoy acostumbrada a hacer parte de porcentajes pequeños. Poco coincido con mayorías, y entonces me cuestiono con frecuencia, leo, pienso y busco ejemplos ajenos, y me aferro a mi pasión por preguntar, conocer razones, orígenes, historia, para tratar de entender mejor la vida.

Fui parte del 4.2% que insistió en votar por el centro en las elecciones en Colombia hasta que fue posible, pues ahora centro no queda. Aún recuerdo la sonrisa —no sé si esperanzada o compasiva— de la persona a la que le pedí el tarjetón de la consulta Centro Esperanza en una mesa de votación en Llanogrande, Antioquia.

Ahora viene la vuelta definitiva, con dos opciones terribles. Dos tipos enredados, uno con el que comparto más miradas sobre la vida, pero que habla de imprimir billetes, manipular pensiones y promete inversiones millonarias que no tienen de dónde salir —entre otras ideas descabelladas y alianzas sucias y oportunistas—; y otro que no asiste a debates, no tiene propuestas, no sabe de lo que le preguntan (ni diferencia a la ONU de la OEA), habla de decretar conmoción interior para dictar esa ley de la que se burla, quiere arrasar con los parques nacionales y maldice desde La Florida con un discurso que amenaza con ‘le meto su tiro’ y en el que es claro que para él el fin justifica los medios.

La esencia de mi decisión de votar en blanco es que necesito mínimamente intuir un buen ser humano.

Es que el mundo entero está harto de la violencia contra el diferente. Leía esta semana sobre los romaníes que huyen de lo indecible de la guerra en Ucrania para toparse con el rechazo en los países de supuesta acogida, y entonces optan por regresar a las bombas. Leía sobre las violaciones del ejército ruso a mujeres ucranianas escondidas en sótanos. Y sobre los tiroteos en Estados Unidos, en donde cada vez más jóvenes asesinan a los que ensucian su ideal de sociedad. Sobre los muchos que defienden la tenencia de las armas con las que otros matan a sus hijos —o a los de los demás—, porque creen que la posibilidad de matar los hará vivir mejor.

Se insiste en la violencia, en destruir la vida del otro como alternativa. Predomina una educación que no pretende formar buenos seres humanos, sino rudas maquinitas de defensa que amenacen al otro con un patético ‘usted no sabe quién soy yo’. Escribió Mauricio García Villegas que “En un país con serios problemas de convivencia, en el que con demasiada frecuencia la gente se mata porque se odia, institucionalizar la vulgaridad puede ser muy peligroso”.

Es que pasan por encima de todo, incluido nuestro maravilloso pero vulnerable planeta. Le contaba el prestigioso economista José Antonio Ocampo a la periodista María Jimena Duzán cómo, cuando él trabajaba en la Cepal, Álvaro Uribe le pidió consejos y al hablar del Ministerio de Medio Ambiente, el señor Uribe le preguntó eso por qué era importante.

No quiero ni meterme en la piel de países como Brasil, con un Bolsonaro ignorante, fascista y misógino que está acabando con la Amazonía, ni caer en las manos de un ególatra populista que se ha creído su cuento en la escalada hacia el poder. Me niego a participar en la destrucción de lo que le queda de humano (y de natural) a Colombia. Así que, si eso va a pasar, no me sumo.

Decía sabia y bellamente el Embajador de Kenia ante Naciones Unidas, Martin Kimani, frente al Consejo de Seguridad reunido de emergencia por la invasión rusa a Ucrania, refiriéndose a las fronteras artificiales impuestas por los colonizadores de los países africanos: “En lugar de formar naciones que miran hacia atrás en la historia con una peligrosa nostalgia, elegimos mirar hacia adelante a una grandeza que ninguna de nuestras muchas naciones y pueblos han conocido jamás. Elegimos seguir las reglas de la organización de la Unión Africana y la Carta de Naciones Unidas, no porque nuestras fronteras nos satisficieran, sino porque queríamos algo más grande forjado en paz.”

Pienso en lo que, ante la decepción de la política, Saramago llamó “el lugar mágico del voto en blanco”, aludiendo a “sacudir y movilizar las conciencias” en su Ensayo sobre la lucidez, y a lo que pueden lograr los ciudadanos cuando ejercen la libertad desde la moral.

Anhelo un enfoque en las posibilidades de un presente y un futuro diversos, sostenibles y construidos en paz, y no en el odio y la obsesión por el pasado.

Yo pido humanidad. Pido blanco para tanto rojo. Tal vez sea mucho pedir.

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